La isla y los deseos
Miguel recoge a Marta y Jose en la estación de tren. Son las once de la mañana del sábado uno de abril. En la marisma todavía no hace mucho calor y los mosquitos, moscas y otros insectos, aún no son abundantes como en mayo o junio, lo que evitará a los visitantes sufrir ese calvario que también conocen los “marismeños”.
Han quedado para hacer una ruta turística por donde se grabó la película “La Isla Mínima”. Jose y Marta están casados y ambos son grandes aficionados al cine. Aparentemente, son una pareja feliz, y puede ser a pesar de que Miguel sabe que ella ha sido infiel, al menos, en dos ocasiones. Ellos tienen mucho interés en conocer la zona donde se grabó una de sus películas favoritas.
Inma, la esposa de Miguel, se incorporará al grupo para la comida. Tiene que terminar de corregir los exámenes. Ella es profesora en un instituto.
Miguel se ha criado en la zona y conoce perfectamente el lugar del rodaje. Se ofreció hace para hacer de guía local y les va a enseñar el “plató natural” de la película. Pero al mismo tiempo, su tierra, esa que le vio crecer y de la que está muy orgulloso.
Comienzan el recorrido y al poco, pasan por la laguna de Los Tollos y a unos kilómetros cruzan por el cortijo de Melendo en dirección a Vetaherrado y San Leandro. El camino que va entre los muros lo llevará la antigua fábrica de envasado de arroz llamada “Cotemsa”. El trayecto discurre por una inmensa zona llana que por su cercanía al mar tiene algunos acuíferos con aves. Aquella marisma fue, en época tartésica, un lago de agua dulce del que surgieron las tres islas de la zona: Isla mayor, Isla menor y la llamada Isleta o Isla Mínima.
En Cotemsa Miguel, hace la primera parada y pone a prueba a sus “turistas”. Se preguntan si “¿Serán capaces de recordar qué escena de la película se rodó allí?”. Miguel sabe y reconoce cada toma de la película y el sitio exacto de su rodaje.
—Ahí, a la derecha, estaba la feria, los cacharritos y los puestos —dice Jose antes que Miguel abra la boca—. Es una de las primeras escenas de la película.
—Exacto. Por eso he accedido por aquí, para que vierais el plano tal y como está rodado.
—Qué curioso, no se parece mucho. En la película parece más grande —dijo Marta—. Nunca me lo imaginé así. —mirando al frente, al mismo tiempo observa el movimiento que, con las manos, que hace Miguel mientras explica cada detalle del poblado y de la gente que allí vivió: “Qué Miguel tiene unas manos muy bonitas y suaves. ¿Y ese anillo es nuevo?, no recuerdo que lo tuviera la última vez… Me encanta”.
Marta sabe que aquellos pensamientos le terminarán creando problemas. No es la primera vez que se ha visto comprometida. Es consciente que algún día algo fallará en su maquiavélico y frívolo plan. Su frialdad enfermiza decaerá y será entonces la hora de rendir cuentas. Sin embargo, de momento disfruta como una cazadora infalible —una mantis religiosa que tiene abrazada otra víctima “mortal”.
A Miguel le emociona aquel sitio. Es donde ha crecido y del que forma parte. Se siente protagonista y hoy sus compañeros, altos dirigentes en la empresa, están pendientes de él y se creerán todo lo que les cuente. Hoy no recibirá estúpidas órdenes autoritarias y se ve el dueño de la situación. Se siente seguro hablando de ese mundo rural, de sus gentes y sus costumbres. Un mundo que parece de otra época, pero no lo es. Está orgulloso a pesar de las penurias que vivió allí cuando era joven. Le encantan aquellos paisajes típicos de armajos, esas charcas salitrosas con flamencos y garzas; esos arrozales y los campos de algodón, remolacha y girasoles. Todo eso es un mundo que le pertenece.
—Esta zona es el “pre” parque de Doñana. En Cotemsa se grabaron varias escenas; la de la feria, la visita a la señora que alquila la casa, el colegio donde entrevistan a las amigas de las niñas y el bar donde los protagonistas toman una copa —dijo Miguel.
—Puede ser, sí —dijo Jose.
—Te lo puedo asegurar. Tengo amigos que fueron figurantes. Es inconfundible el exterior; tanto de los secaderos de arroz, como del colegio y la feria.
—Y ese edificio de la izquierda, ¿qué es?
—Es la nave central de la antigua fábrica de arroz. —En las paredes hay un letrero, borroso por el paso del tiempo, que pone: Rocío con as letras blancas sobre fondo rojo—. Ya está en desuso. Si os fijáis esa elevación que va en paralelo al camino —señalando a la izquierda—, es un canal de abastecimiento de agua a los arrozales. Le llaman el canal de los presos. Lo hicieron en la posguerra con presos de la república.
Marta, al ver que el coche va muy despacio, se ha quitado el cinturón y se ha colocado acercándose a los asientos delanteros —Miguel percibe el respirar de ella—. Así tiene mejor vista, de la marisma, de los caminos y de las manos de Miguel. Él mira por el espejo y la ve emocionada, se clavan las miradas. Marta lleva una camiseta ceñida y se le notan los pechos. “Tal vez no lleva sujetador” —pensó. Miguel está nervioso y el tic de su ojo derecho, vuelve a aparecer.
Por las ventanillas del coche entra un profundo olor a salitre, a fango, a humedad y yerba, en definitiva huele a Marisma.
Continúan en dirección a El Trobal y Maribañez. A ambos lados, se pueden ver los secaderos de arroz (se utilizan para secar el grano después de la recolección). Los campos están preparándose para la siembra, que está próxima.
Un poco más adelante cruzan por el poblado de Sacramento. Se respira un intenso olor a hierba. Esta vez esa hierba no es de las cunetas y de los campos, sino que proviene de los patios de las casas. Aquí, como en toda la comarca, la gente tiene otras formas de obtener ingresos. Los jornales no dan para mucho, son escasos, por la mecanización del campo, y pagan poco. Sanlúcar está a un paso. El Guadalquivir es una autopista para las organizaciones de traficantes. Los cabecillas se dedican a comprar a los pequeños productores —cualquier vecino de cualquier poblado—. Estos tienen asegurada la venta y para las bandas, hay muchas salidas por los caminos de las marismas.
Miguel para el coche y les invita a dar un paseo junto al canal principal que transcurre en paralelo a los arrozales. Miguel ayuda a bajar del todoterreno a Marta —sienten el roce de sus manos que les provoca un pellizco en el estómago. Ella está nerviosa—. De inmediato, Marta reconoce que en esa parte es donde se encontraron los cuerpos de las niñas.
—A un lado del camino, un cuerpo, y justo en la otra parte del carril, el otro —dijo Jose.
En ese instante pasa un coche, tipo ranchera, a una velocidad inadecuada levantando una polvareda por el camino. Miguel se percató que el coche llevaba un logotipo con un dibujo, que quiso parecerle un grajo con un anagrama que no pudo leer. Miguel levantó las manos en señal de protesta. Y continuó explicándoles.
—Si os fijáis, esta es la zona típica de marisma, la que se ve desde la avioneta y que parece, si se traslada a una escala menor, a las ramas de un árbol o incluso a los nervios de una hoja. O sin ir tan lejos, las venas de nuestro cuerpo tiene estructuras parecidas.
—Miguel, ¿cómo se llaman estos arbustos? —señalando un armajo — dice José.
—Esos son armajos o armaos. Los hay de varias especies. Todos pueden vivir en agua con alta salinidad. Esas que están en el canal, son juncos y carrizos. Las aves que acaban de salir a medio vuelo, son polluelas y aquellas que se ven al final, espulgabueyes o garzas blancas.
—Nos estás dando una estupenda clase de biología —dijo Marta con una mirada arrolladora que Miguel no puede pasar por alto.
—De biología y de cine, mi amor —dice Jose.
—Bueno, no es para tanto. Cualquier lugareño lo podría hacer igual o mejor que yo. —Miguel piensa que Jose es patético. Sabe que tiene una amante, se lo comentó el día antes en la oficina, y prácticamente al rato, le dice: “… mi amor”. ¿Pero este tío de qué va?.
El sol está en todo lo alto y apetece quitarse el abrigo. Ha pasado más de una hora. Continúan con la marcha y se acercan al río. Llegan por la llamada carretera de “plástico” que pasa por “el rincón del prado”. Es este, un lugar atípico, es como un oasis donde hay árboles; algunos eucaliptos, olivos e higueras. Ahí anidan las águilas pescadoras y los aguiluchos laguneros —dijo el guía—. Son las ruinas de un antiguo cortijo llamado Merlina
—Qué nombre tan curioso y llamativo —dijo Marta.
—Sí, me recuerda a la Familia Adams —comentó Jose.
—Mirad por esta ventana. El plano desde la distancia es precioso. Hizo una foto con el objetivo puesto en la ventada. Detrás se veía el río y al fondo el horizonte casi infinito y totalmente plano.
En las paredes, que aún están en pie, hay un grafiti donde se puede leer “MAS” dentro de un corazón atravesando por una fecha y un pájaro encima. Parece un cuervo o un grajo y está picoteando las letras. Sugieren que puede ser donde el lugar donde torturaron y violaron a las niñas… Miguel siente una extraña premonición. Ese grafiti se le clava en el pecho. Miguel lo relaciona con su mezquindad. Se le viene a la mente que es un traidor y no sabe qué hacer ante una situación, a la que no está acostumbrado. Puede negarse, pero la tentación y la persistencia de su adversario lo vence una y otra vez. De nuevo su tic a escena.
Piensa que si estuviera Inma con ellos, sospecharía de algo raro.
Miguel reflexiona que si comparamos el matrimonio con la vida de una persona, el enamoramiento del principio sería el equivalente a la protección y los mimos de los primeros años de vida. Pero a los diecisiete o dieciocho años de relación, el niño ya camina solo y es un conflictivo adolescente que se guía por las apariencias y que quiere aquello que no tiene. Y que no lo tiene, porque no ha sido capaz de ganárselo o de reconocérselo. No se ha respetado y cuidado y ahí está: muriendo en vida. Ese adulto es un mentiroso, un vanidoso y un miserable incapaz de decirse a sí mismo la verdad. Así es, así somos algunas personas con el paso del tiempo.
Continúan por la orilla del río durante siete u ocho kilómetros, por una zona que se llama “La Señuela”. Es un lugar donde siempre ha habido ganado vacuno debido a que el paso de los barcos inundan las orillas y permite que aquí siempre haya hierba fresca. Se vuelven a parar y sentados sobre un tronco de eucalipto seco, charlan y bromean. Se refleja en las ventanas del coche y el sol moleta, Miguel se pone la mano para protegerse del sol. Los tres tienen buen rollo. Se divierten y se les nota que están disfrutando del paseo. En ese preciso momento ven navegando un enorme barco de contenedores que se dirige hacia el puerto de Sevilla —va río arriba, en dirección a Coria.
—Es curioso —dice Jose.
—La verdad, parece mentira. Cuánta importancia tiene este río. Imaginaros con una lancha rápida, lo que se tarda en traer la droga por los traficantes.
—¿Es que hay mucho tráfico de drogas por aquí? —pregunta Marta.
—Pues no lo sé, pero en los pueblos siempre se escucha que hay detenidos.
—Mirad, ¿veis esa pequeña embarcación con los soportes a los lados?.
—Sí, ¿aquella que tiene tonos azules? —dice Jose.
—Sí esa. Esas barquitas son de los anguileros. Actualmente, está prohibida la pesca de las anguilas, pero las barquitas las usan para capturar a otros peces del río: la carpa común, el pez sol, el pez gato y otros que no recuerdo. Aunque no solo la utilizan para pescar. La noche y las guardias que hacen, os aseguro que están bien pagadas.
Marta siente mucha curiosidad por conocer aquel lugar donde Miguel ha crecido. Siempre se lo ha mencionado en sus charlas en la oficina. Reconoce que es un buen hombre, sencillo, hospitalario, muy amable y atento. Una persona que todo se lo ha ganado a pulso. Un tío de “pueblo” culto y sensible. Es un hombre especial y por el que siente una enorme atracción y curiosidad. Todo esto la arrolla y le arrastra al infinito, aunque al minuto lo olvide. Ella es capaz de entregarle cosas que no lo haría con otro tipo de hombre más finos y retacados.
En la bodega-abacería — donde esperan a Inma—, toman un vino blanco llamado “pata negra”. Lo acompañan con unas aceitunas, unos cacahuetes y unos cuantos de altramuces. El ambiente es espléndido. La gente grita y se saludan unos a otros con un elevado tono de voz. Huele a bodega, a uvas pasas, a albero y a vino. En este contexto, ya sienten otra vez la imparable atracción mutua. Miguel se veía de nuevo atrapado entre el deseo descontrolado y la moral y el matrimonio. “Joder, Miguel, que está con su marido”—se reprochó. A pesar de ser consciente, no tiene medios de detener esa obsesión demoníaca, como otras veces si hizo. Esta situación se les escapa de las manos. Ambos están atentos a cada gesto del otro, cualquier escusa vale para acercarse y un leve roce o una mirada o cualquier otro gesto, por muy correcto y cortés que parezca, es una bomba… Saben que esto va a terminar muy mal. Mientras Miguel elucubra, observa que entre tanto jaleo, Marta hace un gesto con la cabeza dirigiéndose a los servicios. “Dios mío, se ha vuelto loca… Qué atrevimiento” —pensó de inmediato. Ha aprovechado que Jose fue a fumar y que Inma hablaba con los de la mesa de al lado. Miguel está abrumado, cree estar enajenado y no sabe cómo reaccionar, pero justo en ese instante, llegan unos vecinos y se saludan eufóricamente, que aunque no le caen bien, lo han salvado de las garras de ella. Suspira aliviado. Ha salvado “in extremis” su matrimonio.
Ya en el restaurante donde almuerzan, Inma y Jose se sientan frente a Miguel y Marta. Saborean el arroz con anguilas, los albures en adobo, los camarones de río y otros platos típicos de la zona.
—Bueno, qué os ha parecido mi tierra y el escenario de “La isla mínima” —preguntó Inma.
—Es un lugar maravilloso. Antes de venir, nos parecía que era una tierra triste y pobre, árida y sin vida. Pero nos ha sorprendido. Estamos encantados —dijo Jose.
—A mí me ha maravillado. También es digno de elogiar —dijo en tono simpático Marta— el guía que hemos tenido; es un experto, un biólogo excelente y muy amable. No hay más que reconocer que puede montar una empresa de turismo local…—todos ríen.
—Inma, qué te ha pasado, te has retrasado. ¿Algún problema? —preguntó Miguel un poco incómodo por la tardanza.
—No, no nada. Vino mi compañero Roberto porque teníamos que establecer criterios comunes para aplicar en los exámenes. Como sabes, soy la coordinadora del departamento y me ha tocado. Es algo que teníamos que hacer y ya nos lo hemos quitado de encima.
Inma y Roberto se conocen desde jóvenes.
Cuando Roberto llegó a casa, para no hacerlo esperar, Inma le abrió la puerta, pero bajó con el albornoz. Ella estaba preparándose para el almuerzo con los amigos de su esposo. Esto despertó la atracción que Roberto siempre había tenido por ella, pero que nunca exteriorizó —inteligentemente prefirió la soltería—. El caso es que Inma le dijo:
—Disculpa que te reciba así. Por favor, pasa y ponte cómodo. Tardo cinco minutos —dijo ella un poco avergonzada.
—Sí. No te preocupes, tranquila, no tengo prisa.
—¿Quieres tomar algo?.
—Un poco de agua me vendrá bien. Gracias.
Inma se dirigió a la cocina y le trajo una jarra con agua y un vaso. Él no dejó de mirarla cuando iba de espalda. Después disimuló y se sintió un poco cortado. Era una situación comprometida. Tenía una mezcla de sentimientos que le hacían sudar las manos, se podía ver que estaba bastante nervioso. De hecho, ella le preguntó:
—Roberto, ¿te pasa algo?. Estás pálido.
—No, nada. De vez en cuando se me baja la tensión. Pero, nada, con el agua se me pasa en poco tiempo.
—¿Prefieres un refresco?
—No, de verdad, estoy bien.
—Vale, vale. Pues ahora mismo bajo.
Después del almuerzo, pasearon por las calles encaladas, con balcones y grandes portalones. Casas de vecinos, espadañas, iglesias y conventos, todo un recorrido lleno de arquitectura típica. Cansados ya, decidieron hacer una última parada, y fueron a la tetería Andauni, especializada en té y pasteles y pastas típica. Allí tomaron rooibos, té y degustaron un surtido de pasteles.
—Os recomiendo que probéis el rooibo con naranja y chocolate —dijo Miguel.
—Yo prefiero un té verde —comentó Marta.
—¿Os parece bien si pedimos un surtido de pasteles? —preguntó Inma.
—Vale, por mi perfecto. Lo que os apetezca —dijo Jose que estaba saciado y muy muy cansado.
—Me parece bien —dijo Marta.
—Sabéis, ha sido un estupendo día, gracias por permitirme enseñaros las entrañas de esta tierra, tan maltratada por unos y otros —dijo Miguel con sequedad—. Aquí vive gente honrada, trabajadora, honesta y que lucha, desde hace muchos años, por su bienestar y el desarrollo rural.
Inma llevaba un pañuelo al cuello que tenía dibujado una pintura de Van Gogh —Noche estrellada—. Este pañuelo se lo regaló su marido. Todos lo vieron como un complemento perfecto y que ocultaba algo. Parece que es un moretón.
Todos al tiempo, como por arte de magia, guardaron un extraño silencio.