Él la observaba desde lejos, desde esa distancia infinita de amistades muertas, como quien admira a la diosa Calypso, suspendiendo el tiempo. Fijo en su mirada, sin permitir que el olvido avanzara un solo paso. Guardaba cada minuto, cada segundo en el refugio de su memoria, temeroso de que el tiempo lo robara.
Ella, de piel blanca y mirada indiferente, parecía guardar en sus ojos secretos olvidados, arrepentidos momentos como y despreciables regalos. Su cabello caía con gracia sobre sus hombros, como si llevara siempre una sonrisa perfecta, un recuerdo hecho de hilos de oro y horas que él jamás lograría alcanzar. Era, para él, el misterio de otros tiempos, un enigma que se dibujaba y desvanecía a cada paso, siempre lejano. Orgullosa e impía alma.
Odiseo había regresado a casa tras años de cautiverio involuntario; fue un largo viaje de desiertos de olvido y mares de indiferencia. Y aunque la historia era distinta, el sentimiento era el mismo: el perfume de Medusa que flotaba en el aire le recordaba un tiempo que no volvería, una mezcla de anhelo y tristeza. Ese aroma evocaba tanto llanto como impotencia, dejando tras de sí un rastro de lágrimas invisibles y de una admiración que siempre, indefectiblemente, parecía rechazada e injusta.
Él sabía que ella era, como Calypso, el espejismo que lo atraía y lo retenía sin cadenas. Ella, en su silencio y su misterio, le había robado la libertad, lo había atrapado y encarcelado en la eternidad de una ausencia imposible.
Ni un gesto de acercarse al sueño del firmamento arrojado por el suelo. Ya no sonará más la música que solo ella fue capaz de componer. Ya no sonará en ninguna parte, solo en el recuerdo y en el olvido.
Convencidos del adiós, surgió inesperada la chispa adecuada.