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Lo último de John Gall-Bécquer GA.

Manual secreto para sobrevivir (te). MAS

  "Manual secreto para sobrevivir(te)" Le entregó el sobre con un gesto de contradicción. Le dijo que llegó por correo ordinario, sin remitente, pero con su letra. “¿Me ves?”. Era un sobre acolchado, suave al tacto, como si protegiera algo frágil o valioso. Dentro, no había cartas. Había cosas únicas y unidas por un hilo rojo. Un muelle de bolígrafo. "Para que no te rompas:se dobla, no sé parte, rebota, resiste y te impulsa. Como frases que aún alguien no se atrevió a escribir un día." Una vela de cumpleaños. "Por si algún día no sabes qué decir. O por si se te olvida  algo el 8 de noviembre." Un sobre de azúcar. "Porque a veces tu realidad necesita un empujón dulce, como yo. Échalo sin miedo, incluso en los silencios" Y una pastilla de chupar, con sabor a cereza. "Para que recuerdes lo lento, lo PESADO, con ironía y detalles. Lo que se derrite sin prisa. Como  nosotros al sol en Triana”. "Esto no es un regalo. Es un absurdo conjuro, un...
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Poesía. La mujer de los ojos de niebla

6 La mujer de los ojos de niebla La vi por primera vez en la estación vacía de San Bernardo, entre el gentío y los trenes que no llegaban. Y no supe si era real o un sueño de fiebre. Sus ojos no tenían color. Tenían niebla. Una niebla como dulce de algodón.  Estaba temblorosa, que parecía pedir  perdón por mirar. Sus manos blancas como el nácar. Sus rizos de oro. No me habló. Ni siquiera sonrió. Lo que me quedó claro, es que algo en ella se atrapó,  como un perfume  que no se borra del abrigo. Desde entonces, cada rostro que buscaba, llevaba el eco del suyo. Y cada poema que escribí, lo hice pensando en ella.

La memoria de tu olvido (II). Versión canónica.

  La memoria de tu olvido (II) El eco del concierto de aquella noche se desvanecía, dejando un silencio que amplificaba el peso de la carta, aún cerrada. La luz de la lámpara del hotel dibujaba sombras enfermas en las paredes. Sentado al borde de la cama, Enrique sostenía la carta como si se quemara con ella. Miraba de soslayo por el ventanal, donde la ciudad se callaba bajo un laberinto infinito de luces difusas. Sus dedos temblaban, su mente divagaba y lo arrastraba una y otra vez a las huellas de sus recuerdos. El portazo sonó de nuevo. El adiós de Eva, ardía en su pecho. Los gritos estallaron en mil pedazos y cayeron al suelo. Tenía los puños tan apretados que sus uñas parecían garras clavadas en la piel. Cada palabra de su padre era una puntilla oxidada perforándole el cráneo. —Mientras vivas aquí… —Harás lo que yo diga —gruñó apretando los dientes—. Eres menor. ¡Y punto! —Su voz tronó como la de un militar cabreado. Sus ojos echaban chispas. Sus manos enormes —como puertas ...