La memoria de tu olvido
El eco del concierto de aquella noche se desvanecía, dejando un silencio que amplificaba el peso de la carta. La luz amarillenta de la lámpara del hotel dibuja sombras grotescas en las paredes. Sentado al borde de la cama, sostiene la carta sin abrir, como si se quemara. Mira de soslayo por el ventanal, la ciudad brilla bajo un laberinto infinito de luces difusas. Sus dedos tiemblan, su mente divaga y lo arrastra al recuerdo de aquel fatídico portazo.
Los gritos estallaron en la casa. Tenía los puños tan apretados que sus uñas parecían garras clavadas en la piel. Cada palabra de su padre era un clavo oxidado perforando el cráneo.
—Mientras vivas aquí, harás lo que yo diga. Eres menor. —Su voz tronó como la de un militar cabreado. Sus ojos echaban chispas. Sus manos enormes daban miedo. No había margen para otra respuesta: gritar o huir.
—Soy libre. No soy vuestra propiedad. Sé cuidarme. No os necesito. Esta casa es una puta cárcel —escupió al suelo y fulminó a su madre con la mirada. De repente vio la bofetada de su padre.
Su madre, impasible, de brazos cruzados, como un jurado con el veredicto listo.
—Son las normas de casa—dijo sin apartar la vista de la tele—. Tus hermanos estudian y no dan problemas.
El aire se convirtió en metal pesado ahogando toda esperanza. Se respiraba incomprensión, dificultad para hablar y pensar. Se sentía como un león enjaulado, impotente, rabioso. Tragó saliva. El silencio duró una eternidad, y se rompió con un disparo:
—Me largo. Jamás volveré.
Agarró su chaqueta de cuero negro y pegó un portazo tan fuerte que la imagen de la Virgen cayó al suelo. La fe en esa casa se rompió de un golpe.
Ese portazo fue un cruel adiós. La adrenalina era un río desbordado. Bajó las escaleras con su mochila negra y su guitarra.
La luz del rellano se apagó al bajar. Los pasos resonaban en el hueco de la escalera. Su silueta se perdió en la oscuridad. En la calle, encendió un cigarrillo. Estaba temblando. Se sentía un exiliado, un delincuente fugitivo.
"He hecho lo correcto. El viejo me oprime el alma. En esa casa solo manda el miedo. No aceptan mi libertad. Toca joderse. Sí, tío, has hecho bien."
El aire helado le arrancó la furia un instante. Caminó sin rumbo. Una voz conocida pareció hablarle en la oscuridad. Se giró rápidamente, no vio a nadie.
Bordeó el parque Miraflores, pasó por la puerta de su antiguo colegio “Santa Ana”. Sonrió levemente al ver las pintadas. “Las monjas estarán cabreadas” . El viento le golpeó la melena con la misma brusquedad con la que dio el portazo. Divagó entre las palabras de su padre, la indiferencia de su madre, y la letra de aquella canción que estaba escribiendo (El Olvidado). Llegó a la calle San José. La “sala Bruto”, estaba abierta. El olor a tabaco, a cerveza rancia, y a humedad era potente y las luces, tenues. A pesar de todo, era su lugar. Pidió una cerveza barata. El camarero observó que no era el Enrique de siempre:
—Tío, tienes mala cara. ¿Te pasa algo?
—Me he largado de casa —dijo con desdén—. No tengo dónde dormir esta noche.
—Te puedes quedar en el almacén. Tengo una manta, pero no hay nada que comer, solo puedes beber —dijo bromeando—. Es lo que puedo hacer por ti.
Los días fueron de precariedad. Muchas noches de sofás prestados, de dormir en el local de ensayo, con las paredes desconchadas, olor a añejo y a humedad. Siempre su mochila negra, su libreta con la letras y la guitarra. Sus noches de insomnio se convirtieron en un escritorio de inspiración en la penumbra.
Sobrevivía con trabajos ocasionales y mal pagados de camarero o de recogedor de vasos. Tomaba cervezas baratas. Su única certeza era la guitarra y las ganas de tocar con cualquiera (Proceso Entrópico, Zumo de Vidrio o Niños del Brasil).
No todo estaba perdido. Tenía la música.
Empezó a tocar en baretos y antros de todo tipo. Cantaba con rabia, con hambre, con la necesidad de alguien que tiene algo que demostrar. La gente lo escuchaba.
—Tienes una potente voz, pareces de otro mundo, Enrique. —Pedro, bajista y compañero de miseria, le dio una palmada en la espalda.
—Lo conseguiremos. Creo que tú tienes tanta hambre como yo —respondió.
En abril de aquel año se celebró la “I Muestra de Pop, Rock y otros Rollos 84”. A esto siguieron las primeras actuaciones en pueblos cercanos y grandes salas de la ciudad. Siguió su primera maqueta. Cayó en las manos el locutor de moda, Cachi. La hizo sonar en cada programa. La fe que tiró al suelo con su portazo la recuperó de un golpe. Por primera vez en mucho tiempo sintió que no estaba gritando al vacío, que había gente que los escuchaba.
—Tío, nos llamaremos “La Leyenda” —sugirió Juan.
—No, cojones —soltó Enrique, con la borrachera encima—, nos llamaremos Apocalipsis.
—Siempre impones tu opinión. ¿Eso te lo enseñó tu “papá”?
—Exacto, —dijo con sarcasmo— Soy el alma de este proyecto. Tú tocas la guitarra, que lo hace muy bien —soltó con ironía.
En casa la tensión seguía masticable, la preocupación y el hastío era un miembro más de la familia.
—Está triunfando en la música. Hugo, está todo el día sonando en la radio. ¿No te alegras por tu hijo? —dijo Esther con miedo.
—Claro que sí. Estará más rebelde y orgulloso —balbuceó Hugo—. Espero poder hablar con él algún día. Nunca perderé la esperanza.
La banda comienza a tener éxito, pero con ello llegan los conflictos internos y la distancia con su pasado.
No fue el azar, sino la persistencia, la tenacidad de un joven con carácter, rebelde hasta las entrañas, arriesgado, valiente y loco, lo que lo convirtió en el músico que llevaba dentro.
En Zaragoza, en el año 1987, era complicado triunfar en la música, pero Apocalipsis, lo tenían claro, Enrique lo tenía muy claro, era su oportunidad. Y surgió la chispa adecuada.
La discográfica EMI apostó por ellos. El cazatalentos les propuso lanzar un maxi con tres canciones. Debían de vender más de cinco mil copias. Todo un reto para aquellos adolescentes. Lo conocían en la ciudad y en tres salas de mala muerte.
¿Sería el trampolín al éxito?
En unos meses, el representante de EMI, les dijo: “chicos, no habéis vendido cinco mil copias. Habéis vendido más de treinta mil”. La discográfica os sugiere grabar un disco como dios manda. Les ha encantado la puesta en escena, la letra con sabor a poesías y el cañón de voz de Enrique.
“Ahora sí, vamos a demostrarles lo que valemos. Soy don Enrique. Nadie se burlará de mí”.
La cafetería era un bálsamo de paz, la inundaba un profundo olor a café, a dulce. La luz se colaba por el escaparate y los transeúntes caminaban como si fueran actores figurantes en un rodaje.
Enrique llegó tarde, como siempre en los últimos meses. Eva lo miró con el ceño fruncido, cruzando los brazos con impaciencia. Para él, la música lo era todo; para ella, lo era él.
—Lo siento muchísimo, Eva —hemos tenido problemas en los ensayos. El lanzamiento del próximo álbum está muy cerca.
—¿Otra vez tarde, Enrique? Es lo de siempre —dijo con calma.
Él encendió un cigarro con calma antes de contestar.
Eva suspiró y bajó la mirada al café humeante. Le costaba entenderlo. Cada vez era más difícil.
—Solo soy el tiempo que te sobra entre ensayo y ensayo —soltó Eva dolor y rabia.
—No es eso, Eva, pero tienes que entenderlo. Es un momento muy importante.
Las sinceras palabras la golpearon con fuerza, lo intuía, pero no quería aceptarlo. Apretó los labios, conteniendo las lágrimas y se echó las manos a la cara. Se hizo vulnerable.
—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto? —preguntó con voz temblorosa.
Enrique le sostuvo la mirada con miedo y preocupación. No había crueldad en sus ojos, sabía que tenía que elegir.
—No puedo prometerte nada. No sé si puedo darte lo que necesitas.
Eva tragó saliva. Sentía que lo estaba perdiendo. A pesar de todo, aún mantenía la esperanza.
El éxito asomaba por el horizonte de Enrique. Sentía que estaba ganando la batalla. Sentía que su marcha de casa fue una buena decisión. La opresión y la falta de entendimiento, de haber permanecido allí, le habría impedido vivir aquel panorama.
Ya lo conocían fuera de su ciudad. Pero no todo estaba hecho. El material que tenía no era de calidad. Ya habían debutado en Madrid, en el festival de San Isidro. La banda sonaba por todo el territorio nacional. Todos querían conocer al grupo de moda, un huracán que arrasaba por donde iba.
Un día, Rafa, su hermano, apareció en el local de ensayo. Casualmente, Enrique estaba solo ensayando con su habitual obsesión.
—Hola, Enrique. Te va bien —afirmó Rafa con calma y muy serio.
—Muy ilusionado, tío. Esto empieza a funcionar. Por fin —gritó Enrique—. Gracias por tu apoyo.
—Papá está con fuertes tratamientos. Debería ir a verlo. Al menos, llama a casa y habla con mamá, está sufriendo mucho.
Enrique guardaba un sufrido silencio. “Me hizo mucho daño. Siempre me repetía mil veces ya no te creo. Porque no te entiendo, hijo. No era tan difícil, solo debía escuchar a su hijo. Tal vez su miedo a las drogas, a la delincuencia”. Con melancolía, Enrique comentó:
—Rafa, te acuerdas de cuando nos expulsaron del colegio por aquella canción que decía: “que te jodan…”. Las monjas del Colegio El Salvador, creo. Aquella época fue la polla. Me flipaban los días de instituto con las lecturas de Kafka, Alberti, Nietzsche. Me han influido tanto. Tu padre siempre se interesaba por la lectura. Teníamos buenas discusiones, casi nunca estábamos de acuerdo.
—Sí, claro. Papá nos echó una de sus riñas, pero tu madre no nos quitó el bocata de cacao —comentó Rafa sonriendo—. Habla con ellos, te están esperando.
—Tal vez algún día, aún tengo miedo, me falta valor.
El lanzamiento del álbum “El mar no cesa”, fue la confirmación y la responsabilidad. El éxito, ese castillo de naipes, estaba construido.
En unos meses había vendido más de 150.000 copias. Eran imparables. No estaban consagrados, pero lejos quedaban ya los ensayos en los sótanos con olor a humedad. Seguían teniendo muchos problemas en los conciertos. El material era de un grupo de barrio. La guitarra de Juan chillaba más una rata enjaulada. El alquiler de equipos tampoco mejoraba mucho la calidad del sonido. El cansancio de los viajes en furgoneta y las cutres pensiones los tenían agotados. Enrique, seguía siendo un desafiante e incansable personaje.
Ahora formaban parte del panorama musical nacional. Todos los medios de comunicación querían conocerlos. La discográfica presionaba la timidez de los chicos. Tenían que darse a conocer. Tras muchas discusiones, aceptaron dar una rueda de prensa.
La prensa se situó frente al grupo. Tímidos, cansados y forzados. Enrique, siempre directo y desafiante, no se lo puso fácil a nadie. Desde el primer momento, dejó claro que no le interesaba complacer a los medios.
—Buenas —dijo vacilando Enrique.
—¿Cómo os definís como grupo? ¿Cuál es vuestro estilo?
—No tenemos un estilo definido —afirmó Enrique con una mirada desafiante y tímida a la vez—. Hacemos la música que nos gusta. La que nos nace. Nuestras letras cultas y poesías. Tocamos lo que duele, lo que incomoda. Porque esta sociedad está podrida, y nosotros estamos aquí para señalar, aunque os incomode —miró a la prensa con una sonrisa burlona—. A diferencia de vosotros, no tenemos miedo.
—No os gusta lo que escucháis, pero es lo que pensamos como grupo —apostilló Juan.
—Somos los medios de comunicación. Sin nosotros no sois nadie.
—Eso ya se verá —musitó Enrique. Y continuó diciendo—; nos preocupamos de lo que se dice y de cómo se dice, y el que me guste la poesía da un toque de inaccesibilidad. Hacemos música y la gente quiere música y poesía. No hacemos música para encajar, hacemos música porque no sabemos hacer otra cosa.
—Únicamente necesitamos al público, ellos nos dirán la verdad —gritó Pedro.
—¿Poesía? —se burló otro periodista—. La mayoría son letras copiadas de Benedetti, Baudelaire y otros.
—Nos largamos. Buenas noches.
Algunos medios los tildaban de pretenciosos, desvergonzados, de demasiado altivos y provocadores para una banda emergente. Las entrevistas se convirtieron en duelos verbales . Pero esa misma actitud generaba fascinación. El misterio y la rebeldía del grupo comenzaban a forjarse como parte de su identidad, para bien o para mal.
Cuando llegaron al hotel, el manager entregó a Enrique una carta sin remitente: "Tu hermana Ana la trajo. Iba con prisa." Enrique, con desgana, intuyó al remitente, la guardó sin abrir y la olvidó en la maleta. En ese momento, comprendió que el pasado no se oculta tan fácilmente.
Mientras esperaba, Enrique apoyó la espalda contra la pared fría y húmeda de la Sala Bruto. El olor a cerveza rancia y el humo apenas lo distraía del bucle que sonaba en su cabeza: el estribillo de su nueva canción. Eva no entendía. ¿Cómo explicarle cada acorde, era una parte de él, tan necesario como el aire que respiraba?"
La sala Bruno era su refugio, un lugar para escapar del mundo. Se sentía cómodo en esa penumbra. La tensión flotaba en el aire con la llegada de Eva.
—Tenemos que hablar —dijo Enrique, evitando su mirada.
Ella lo miró con los ojos llenos de rabia y tristeza.
—¿Claro? —respondió Eva, con la voz temblorosa?— Ya me dirás.
—La música es mi vida, Eva.—comentó él con una potente voz. Realmente, sabía que no era del todo cierto. Pero la música era su refugio, y una forma de evitar enfrentarse a sus propios demonios.
El silencio hizo un muro invisible entre ambos. La incomodidad los invadió.
—Recuerda, soy la única persona que te ha amado incondicionalmente. Te di todo el amor sin pedir nada a cambio… —Por un instante se le vino a la cabeza su último viaje a las playas de Conil. El golpe de realidad pinchó aquel pensamiento— No puedo creer lo que estoy escuchando. Mi corazón está roto en mil pedazos, pero, tranquilo que sigue latiendo. ¿En qué te has convertido? ¿Cómo puedes ser indiferente conmigo?
La indiferencia de Enrique fue un golpe físico para Eva. Vio cómo sus manos se alzaban para cubrir su rostro.
—Supongo que tiene razón —susurró Eva con voz temblorosa. Enrique asintió, sin atreverse a mirarla. Siempre recordaré nuestros buenos momentos. Lo nuestro fue maravilloso.
—Si —respondió él, mecánicamente.
——Toma el anillo —dijo Eva, alargando la mano con el anillo. Sus dedos temblaban ligeramente—. No lo quiero. Es horroroso.
Enrique lo cogió y sin mirarlo, lo guardó en el bolsillo. El gesto fue frío, casi displicente.
—Gracias por dejarme usar tu apellido —gritó Enrique con una sonrisa irónica—. Por cierto, Oscar Wilde, también lo usó en una de sus obras. No eres tan original —le reprochó.
Eva lo miró con una mezcla de desprecio y lástima.
—Siempre fuiste un egoísta, Enrique. Un genio, tal vez, pero un egoísta cruel. Tu ambición siempre fue más importante que yo.
Eva se alejó, dejando solo a Enrique. La música seguía sonando, pero ahora era hueca y distante. Enrique sintió escalofrío, una premonición de lo que estaba por venir. Fama, éxito y mucha soledad. ¿Mereció la pena? Después sintió un vacío inesperado en el pecho, como si le hubieran arrancado un órgano vital. Se quedó quieto, el aire atascado en la garganta, escuchando el silencio que las palabras de Eva le provocaba. En aquel momento no recordaba las lágrimas, ni las cartas, ni los días en que ella le ayudó a vivir después de largarse de su casa. Solo recordaba su propia voz, un eco metálico y distorsionado, resonando en su cabeza como una letanía de autojustificación.
Enrique piensa que a veces, lo vivido no da tregua, en su mente aparecen imágenes de noches pasionales con Eva, secretos inconfesables celosamente guardados. ¿Podría olvidarlo de forma voluntaria?, o era imposible. Cree que Eva y su padre son fantasmas persistentes que lo acechan en cada esquina de su mente. La selección de momentos incapaces de ser olvidados, un reflujo permanente que lo quema por dentro, lo obliga a levantar muros invisibles a su alrededor, alejando a cualquiera que intente acercarse. Aquello que sentía era ¿indiferencia o que no quedaba nada más dentro? ¿Qué haría su memoria? ¿Olvidar o recordar? Todo parecía un círculo vicioso de autodestrucción del que no podría salir. Tiró el cigarro al suelo, aplastando la punta de su bota, como si intentara extinguir los últimos rescoldos de su pasado. Luego, se esfumó entre las sombras, buscando refugio en la oscuridad de la noche.
La banda estaba en constante movimiento. Los conciertos se multiplicaban, los estudios de grabación se convirtieron en una segunda casa y el agotamiento empezó a hacer mella. El carácter de Enrique y sus exigencias chocaba con todos. Las diferencias creativas y de estilo comenzaron a notarse. Enrique, con su visión poética y obsesiva del arte, casi siempre chocaba con la dirección más pragmática de Juan Valdivia. Pedro y Joaquín observaban en silencio, pero la tensión era palpable y flotaba en cada ensayo, en cada decisión sobre el siguiente paso.
En una noche complicado y especialmente tensa, tras un concierto en Sevilla, Enrique estalló en una discusión con la banda. "Esto no es solo música, es nuestra vida. Si no estáis en esto al cien por ciento, no tiene sentido", gritó, antes de salir de la habitación del hotel, dejando tras de sí el eco de su frustración. De nuevo, vuelta a su habitación y vueltas a los recuerdos.
El éxito tenía un precio, y el grupo estaba a punto de descubrirlo.
Por fin consiguió controlar el movimiento involuntario de sus manos. Abrió el sobre arrugado. El corazón le palpitaba descontrolado. La mente se sumergió en una nebulosa enorme de esperanza y miedo. Comenzó a leer con detenimiento…
“Enrique, hijo,
No sé por qué escribo esto. Supongo que es otra forma inútil de llenar mi vacío, otra tontería que hago para sentir que controlo algo, aunque sea mi propio fracaso como padre. No contestarás, lo sé. Pero yo nunca perderé la esperanza.
He pensado mucho en lo que pasó aquel día de tu marcha. En vez de hablar, te fuiste con un portazo. Dejando atrás toda la crianza y el amor que te dimos. Tal vez no supe entenderte, ni quisiste explicarte. Cometimos muchos errores, yo por no entender tus cosas (será que no tengo mentalidad para ello). Nunca supe cuál era tu mundo, tus inquietudes… Quizás por eso me costó tanto acercarme a ti. No me gustaba esa manía con la música y con esos amigos de poco fiar y que no encajaban en mis esquemas.
Estoy seguro de que tu huida fue dura y cruel. Que habrás tenido que sobrevivir de los favores de la gente. Que te has esforzado hasta el infinito para conseguir lo que la música te está dando.
Ahora que compones canciones llenas de sentimientos y poesías. Podemos evacuar nuestras emociones con libertad. Tal vez, así dejemos de echarnos la culpa. Mi enfermedad no me permite muchos esfuerzos, pero lo haría por ti.
Recuerdo cuando eras niño, y junto a Rafa y Jorge, construimos castillos de arena en la playa. Te encantaba pasear en bicicleta siempre ganabas. Yo te regañaba por ir peligrosamente rápido, pero en el fondo me encantaba verte tan feliz. Qué buenos recuerdos, el viento dándonos en la cara, el olor a humedad del parque, el silencio de la tarde al caer el sol Me gustaría saber qué queda de aquel niño. Tal vez ahora pueda entender al adolescente que se fue.
No espero perdón, sino respuestas. Es triste que parecemos dos extraños, como si fuéramos enemigos. Eso me aterra y me trae mucho dolor.
Algunas noches en las que no puedo dormir, me pregunto cuántas cosas hice mal. Sí podría haber sido diferente. Pero, ¿de qué sirve lamentarse ahora? El daño está hecho. Sabes bien, que no soy el único responsable de nuestra distancia. El pasado no se puede borrar. Pero el futuro se puede llenar de buenas intenciones y esperanza.
Sé que Rafa mantiene buena amistad contigo, me alegro.
Si lees esta carta, espero obtener alguna respuesta. Es mi esperanza. Siempre pienso en ti. Nunca es tarde”.
Por fin encontró la fuerza y el valor necesario. Hacía unos tres años que tenía aquella carta y la guardaba con temor y miedo. Ahora, Enrique, se enfrenta a todo aquello con ansiedad e inquietud. Aquella habitación se convirtió en el escenario de una confrontación interna. La carta es el pasado y la mala relación con su padre. Está muy nervioso, las manos le tiemblan y suda descontroladamente. Pensativo, con valor y con ganas de leer y al mismo tiempo de salir corriendo. Las letras de su padre, afiladas como espinas, su ojos danzan alocados. “¿Cómo podía tener tanto que decir en tan pocas líneas?” Cree profundamente que está siendo derrotado. Sigue leyendo con detenimiento cada frase, no es capaz de reaccionar conscientemente, los ojos se vuelven cristalinos. El odio disfrazado de tormento se le clava en el pecho. El grito ahogado se transforma en dolor, en miedo, en desesperación. Enrique se levanta, camina hacia la ventana, mira las luces de la ciudad como si fuese un laberinto de indiferencia. “¿Por qué? ¿Por qué tengo tanto miedo hacia ti?” La pregunta resuena y resuena, obsesión. Tararea en voz baja. No está solo, hay muchas miradas en esa habitación. La carta se cae al suelo, la recoge con un movimiento lento. Se rearma, busca su cuaderno de notas donde figura la frase: “El recuerdo de tu memoria”, y comienza a escribir inspiradisimo. Esta vez sin la influencia de ninguna droga, a pecho descubierto, con la crudeza de sus emociones encima de la mesa. Se sumerge en la composición. Los versos fluyen como un torrente de emociones, alimentados por la rabia y la frustración. La melodía se convierte en un vehículo todoterreno para canalizar su angustia, transformando el conflicto con su padre en arte, en una canción evocadora.
“La carta:
No hace mucho que leí
Tu carta y, sin fuerzas para contestar
…
Siempre he escuchado y ya no te creo
porque no te entiendo…”
La respuesta de Enrique a la carta de su padre se materializa, en este momento de crisis personal, en un tema del disco “Senderos de Traición”. Tal vez el nombre del álbum, era una respuesta a su trauma. Incapaz de responder directamente a la misiva, Enrique canaliza su conflicto interno a través de la música, como si cada nota fuera una palabra no dicha. Aún siente temor y es incapaz de conciliar su rebeldía con el amor y aprecio que siente por su familia. La soledad de la fama y el éxito lo asfixian, mientras el dolor y la desesperación lo agobian, necesitando un respiro.
El pasado sigue pesando sobre él, martirizándolo y agitándolo. La carta de su padre, la relación con Eva y los recuerdos de su infancia lo precipitan a un debate interno inesperado. Todo le afecta profundamente, generando conflictos con los miembros del grupo, quienes no comprenden la magnitud de su tormento interno. La tensión interna y externa lo consume lentamente.
Todo podía ser peor, y lo fue.
Epílogo
El humo de los focos, el rugido del público, el eco de su propia voz en estadios abarrotados. Enrique lo tenía todo y, al mismo tiempo, nada. La fama había sido una promesa, pero también una condena. Lo que comenzó como un sueño terminó en una guerra sin tregua: contra la industria, contra sus compañeros, contra sí mismo.
En los últimos años, el éxito los había elevado hasta las estrellas, pero el desgaste los arrastró de vuelta al suelo. Las giras interminables y la presión de la discográfica fracturaron lo que antes era inquebrantable. El peso del liderazgo hizo de Bunbury un tirano, mientras Valdivia intentaba sostener la integridad de la banda. El choque era inevitable, y las heridas, irreparables.
La muerte de su hermano Rafael en 1994 y la pérdida de su manager, Pepo Landa, solo profundizaron el abismo. La música dejó de ser un refugio y se convirtió en una carga. “Avalancha” fue el último grito de un gigante en agonía, una despedida disfrazada de furia.
En 1996, tras un último concierto en Los Ángeles, Héroes del Silencio dejó de existir. No hubo abrazos, ni reconciliaciones, solo un adiós seco y definitivo. Bunbury inició su camino en solitario, Valdivia se apartó de los focos, y la historia de la banda quedó sellada en la memoria de sus seguidores.
El éxito los había llevado a la cima, pero también los había destruido. El silencio, al final, fue el único destino posible.
Tras años de tensión, Héroes del Silencio llegó a su final. En 1996, tras un último concierto en Los Ángeles, anunciaron su separación. No hubo grandes despedidas ni reconciliaciones, solo un adiós inevitable tras un desgaste irreversible. Enrique Bunbury comenzó su carrera en solitario, Valdivia se alejó de los focos y el mito de Héroes del Silencio quedó sellado en la memoria de sus seguidores.
El éxito había sido su mayor triunfo, pero también su sentencia de muerte.
Juan Gallego. 10 de enero de 2025