Desde que nos casamos vivimos en el quinto piso de un edificio viejo. Las tardes de los domingos se habían convertido en una sucesión de momentos bañados por la lentitud. Era el día en que Juan solía visitar a su madre. Lo hacía con más frecuencia que a mí en mi habitación. La soledad, el atardecer, y el ruido parsimonioso de los coches hacían que la ciudad tuviera tonos de color sepia, con mi taza de té verde veía pasar la tarde.
Un domingo, mientras estaba sola, la puerta del buzón rechinó. Normalmente, ni el correo ni los repartidores llegan los domingos. Lo abrí y había una carta sin remitente. Dentro había una hoja de papel amarillenta en la que ponía: “No te quejes, que todo puede ser peor”. Estaba escrita con Time New Roma. Me quedé con la hoja en mis manos. Volví al sofá y seguí visualizando la avenida, los coches y los transeúntes, todos empezaban a desaparecer. El sol comenzaba a esconderse y la ciudad cada vez más callada, las sombras de los edificios jugaban al escondite. Seguí leyendo el dominical de El País: “La voz es el nuevo punto G: por qué el sonido es el secreto mejor guardado del sexo”. Mi presión arterial y mi temperatura corporal estaban altas con la lectura del artículo. Antes de la cena llegó Juan.
—Mira lo que han dejado en el buzón esta tarde —le enseñé la carta y la leyó. —Vaya tontería. La gente está loca —dijo sin más, mientras miraba el móvil. Habrá sido una broma. Eso decía mi abuela cuando nos quejábamos.
—¿Una broma? ¿Quién gasta el tiempo en esas bromas? —mientras me mordisqueaba el labio y me tocaba pelirrojos tirabuzones.
Miré de nuevo la carta. Me quedé quieta y callada. La guardé en el cajón del mueble de la televisión. Cenamos algo rápido. Siguió atento al móvil. Solo coincidimos a la hora de la cena y para ver la tele. Puso las noticias que repetían una y otra vez: “Trump ha compartido en sus redes sociales la imagen de la ficha policial que se hace a todos los detenidos que entran en la cárcel de Atlanta. Quedó en libertad bajo fianza tras abonar los 200.000 dólares impuestos por la fiscal Fani Willis”.
—Qué pesados son —comentó Juan.
—Mañana tengo médico —referí.
—¿Te preocupa la carta o el médico? —preguntó mientras seguía con el móvil.
—La carta y el médico —contesté.
Me fui a mi habitación. No dormíamos juntos desde la última riña —tres meses atrás—. Fue entonces cuando dejé las pastillas. Con el móvil, me puse a ver pisos en alquiler. Con mi nuevo ascenso me lo podía permitir. Al día siguiente tenía cita médica. Tardé en quedarme dormida.
Mientras esperaba mi turno, jugueteaba con el borde de su blusa, releí viejas revistas de moda que probablemente habían visto más dedos que una máquina registradora. La sala de espera olía a muebles viejos. El sofá estaba desgastado y las ventanas de madera deterioradas.
—Cursi, como la gitana de encima de la tele de mi abuela —me susurró mi amiga María.
—La consulta, del doctor Marín, debe tener su edad, casi a punto de jubilarse —contesté.
Mi pierna derecha hacía ruido con su movimiento incesante, mis manos temblaban. Me dolía la cabeza. La enfermera me llamó con media hora de retraso. Pasamos a la consulta. El doctor Marín, un hombre alto, canoso, con las manos grandes y rostro inexpresivo. En la pared, detrás de su sillón, colgaban muchos títulos ilegibles por la distancia. Nos indicó que nos sentáramos. No decía nada mientras miraba la pantalla del ordenador. El reloj de pared seguía con el tic-tac monótono. Mis latidos iban más rápido. Al rato dijo:
—Tenemos el informe de la mamografía y de la ecografía. Tiene usted un fibroadenoma.
—¿Fibroadenoma? —repetí inmediatamente.
—Si —contestó. Generalmente, no son motivo de preocupación. El origen del fibroadenoma es el propio tejido mamario. Basta con vigilarlo. Puede estar tranquila.
Seguía teniendo palpitaciones y las manos sudorosas. María me cogió la mano y me la apretó tanto que me señalo su anillo —siempre hace lo que me acompaña a los médicos.
—La revisaré dentro de seis meses. Si nota algún cambio, se viene por la consulta.
—Gracias —dije con un hilo de voz. Sonreí.
Al despedirme de María quedamos para vernos el jueves. Volví al trabajo con la resaca de la visita médica, con dolor de cabeza y sin ganas de comer. Apenas llegué me llamó mi jefa: “tenemos que hacer el informe. Es urgente”. Era mi primer informe en el nuevo puesto. Iván me preguntó cómo me había ido en el médico. Estuvimos un buen rato hablando.
—¿Ves?, las preocupaciones no son buenas. Te hacen sufrir gratuitamente. Entiendo tu temor constante de tener una enfermedad, a mí me pasaba.
—Atento como siempre, sensible y amable. Gracias, Iván.
Yo tenía que hacer el informe. Él seguía con su retahíla: “no te preocupes, aquí me tienes para lo que necesites”. Me miró fijamente a los ojos y después a mis manos. Sonreí. Yo tenía los puños encima de la mesa. Le mantuve fija la mirada y me toqué el pelo con suavidad.
Quedé con María en su bar favorito, donde ponen café de Brasil —”El rincón de la viuda” se llama—. Le mostré la carta y le comenté, que Juan y yo, hacía tiempo que no nos acostamos. Tras un breve silencio —miró al techo— y dijo: “La carta es de una amante de tu marido. Estoy segura”. Tomé un sorbo de café antes de decir nada:
—Es absurdo. ¿Qué iba a conseguir?. No sé si tendrá amante. Pero a mí no se acerca y ultímate come muchas veces fuera. Somos como compañeros de piso —dije.
—¿Y qué coño pretende, quién sea, con eso? —dijo haciendo una bolita con papel de servilleta.
—Yo lo relacioné con lo del bultito en el pecho.
—Venga ya, no seas paranoica. ¿Qué tiene que ver?, ya te dijo el médico que estás buenísima —soltó una carcajada.
Hubo un largo silencio perturbado solo por el jaleo de la máquina del café. La conversación se reanudó cuando María me dijo:
—Y con Iván, ¿cómo va todo? —mientras se repasaba la pintura de los labios mirándose en un pequeño espejo.
—Dice que tiene miedo. Quiere estar con sus hijos —apreté los dientes y me contuve las lágrimas. Juan es con quien tengo un fuerte compromiso. Y es él quien me trata con indiferencia y frialdad.
—¿Lo quieres? —preguntó mientras encogía los hombros y hacía un gesto con las palmas de las manos hacia arriba.
—Estoy agobiada con el trabajo. Tengo que entregar mañana el informe.
—Deberías hablar con Juan —sentenció.
Al llegar a casa vi que el buzón había algo. Lo abrí y de nuevo una carta sin remitente del mismo estilo. Corte con las manos el filo y dentro el mismo papel amarillento: “Te lo dije, no te quejes. Todo puede ser peor”. Tarde en encontrar las llaves en mi bolso. Entré en casa y me tomé una tila y diez gotas de las flores de Bach. Su móvil estaba sobre la mesita de la cocina. Se abrieron varias pantallas emergentes. Una de ellas de WhatsApp. Le llegaron varios mensajes que no pude leer. Tenemos código de bloqueo de pantalla.
—Juan, tenemos que hablar —dije con lágrimas en los ojos—. El aliento le olía a cerveza.
—¿Qué pasa? ¿No te ha ido bien en tu trabajo o con tu amiga, la zorra esa?
—Ella, al menos, me escucha y me acompaña, mientras tú estás por ahí, no sé dónde —le reproché.
Me sequé las lágrimas con la manga del pijama.
—Mira lo que ha llegado —dije mostrándole el papel con mi mano temblorosa…
—Otra vez la misma tontería, lo mismo decía mi abuela —dijo mientras leía los mensajes—. No me jodas. Lo mismo es verdad, deja de quejarte, valora lo que tienes. —Pegó un portazo y se fue al baño.
Ese día Juan se acostó sin cenar. Tomé una ensalada, mi Orfidal y me quedé viendo la tele y entre mis manos seguía la carta. Envié un mensaje a Iván: “gracias por todo”. Me quedé dormida.
Pasaron los días y la tensión seguía cada vez que nuestras miradas se encontraban. Las reglas del juego habían sido reescritas. Ninguno de los dos admitía hablar. No me preguntaba por mis otras visitas médicas ni me dijo nada de la segunda carta. Seguíamos vagando cada uno, por un lado. Nos aferramos a nuestras rutinas. Él seguía llegando tarde, si es que venía. Yo continuaba jugando con Iván y él continuó con miedo y rechazando. Aun así, me seguían subiendo las pulsaciones cada vez que hablábamos. María me acompañaba a mis visitas médicas.
El día de la firma del divorcio marcó el fin de una etapa. Nos miramos una última vez. El notario nos dijo: “suerte”. Era la segunda vez que hablábamos en mucho tiempo.
—No nos quedaba otra opción —dijo sin parpadear.
—La felicidad no existe —contesté.
—”No te quejes, todo puede ser peor” —susurró en el preciso momento en que nos llamaron para entrar en la sala de notaria—.
Cuando su abogado me comunicó la petición de divorcio de Juan, sí que hablamos. Aunque estaba todo dicho con nuestra convivencia. Llamé a mi amiga y nos emborrachamos. Acabé acostándome con Iván.
Me quedé viviendo en lo que fue nuestro hogar. Mis rutinas cambiaron. Una mañana muy temprano, Clara, mi vecina del quinto B, una viuda con setenta años, me dijo:
—No pudo ser. ¿Verdad? —dijo con voz serena y haciendo un gesto con la mano temblorosa. Después de la lluvia siempre sale el sol.
—¿Cómo? —le pregunté—, ¿A qué se refiere usted?.
—Llevo años escuchando y viendo vuestra vida —dijo. Y continuó—: Joven, a veces, necesitamos un recordatorio de que, no importa cuán malas sean las cosas, siempre hay esperanza. La vida es bella, a pesar de ser, en ocasiones muy miserable.
—Es cruel —musité.
—Esas cartas no eran una burla, eran una invitación a ver la vida desde otra perspectiva —respondió—. Mi marido me fue infiel. Soporté la humillación y después del calvario enviudé con apenas treinta años. Mis tres hijos hace años que no me visitan. Y a pesar de todo, procuro sonreír cada mañana. No te quejes, todo puede ser peor.