J Gallego-John Galls. Relatos cortos y poesías.

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Resfriado de junio

  Resfriado en junio Me he resfriado. Sí, sí, ahora en verano. Qué torpe soy. Sé que esto te da igual, pero espera, que te voy a dar un cons...

lunes, 1 de julio de 2024

Resfriado de junio

 Resfriado en junio


Me he resfriado. Sí, sí, ahora en verano. Qué torpe soy.

Sé que esto te da igual, pero espera, que te voy a dar un consejo.

Ya sé que no eres mucho de consejos, pero hazme el favor por una vez en tu vida y léeme atentamente. Y por dios, no seas indiferente que te voy a contar algo muy serio.

Estaba yo anoche, con mocos, en mi cama, agonizando por respirar y pensé:

¿Por qué no disfruto de la vida cuando estoy bien?


Y no es que yo sea Jim Carrey o Maxi de “Aquí no hay quien viva”, todo lo contrario, pero… el viernes, me quedé reflexivo, me puse en modo filósofo y solté en el trabajo, la perogrullada de: “mi niño interior está muy contento”. Te quedaste sorprendido. Sí, se te notó muchísimo (“otra vez el tarao este”), pero no pasa nada, a mí también se me notará cuando lo dicen otros, digo yo. 


Sucede lo mismo con las indirectas. 

La primera: ¡Oye!, que el año pasado, aterricé con la Dulcinea y ploff, clavícula rota y dos costillas y pasé el calvario sin recibir una llamada ni WhatsApp, qué mala es la gente (van a lo suyo y a lo mío cuando les hago falta)

La segunda; “el buena gente” del pueblo, se ha terminado. Que ya no me usan más. Que el enano se va a enterar y que no voy a hacer una revolución en el nuevo puesto, que haré la tabla de Excel, pero que en cuanto pueda me voy. Joder.


¿Pero y digo yo, por qué no me dejo de tonterías e indirectas y lo suelto cara a cara y mirando a los ojos? Será que necesito beber más temprano. Supongo.


No sé si a ti te pasa, pero ahora mismo, lo que valoro muchísimo es algo tan simple como poder respirar bien. 

Claro que luego cuando me recupero, vuelvo a quejarme de mi vida, como todos.

Así que amigo, hay que valorar lo que tenemos y por eso, te digo que me quieras, que es mejor tenerme de amigo, porque de enemigo, soy muy malo. Malísimo.  

Da igual que tenga mocos, me duela la cabeza, quiéreme y vas a flipar.


Hoy hace una semana que volé por los Pirineos, pero esta vez volé sin caerme. Qué bien me lo pasé, qué tiempazo hice y a que velocidad, canijo. Flipante.


Por cierto, pregunté a IA por ejemplos de gente feliz. ¿Y sabes qué me dijo?, tú. Supongo que ha aprendido de lo que le pregunto, ¿no crees? 

Pues ya está, ya solté prenda y ya me harte de llorar con la tontería de la inspiración después de la cervecita del viernes.


Ya está, que me voy a la cama. Que lo de Van Gogh fue casualidad, y que ese loco me encanta. 

Buen fin de semana y que sea una locura (canijo).


John Galls. 
1 de julio 2024

viernes, 5 de abril de 2024

Ya está aqui, ya llegó abril

 Ya está aquí, ya llegó abril. Y también el refranero fácil. Ya llegó el horario de verano y casi la primavera y el calor.

Qué alegría, maravilloso, maravilloso, ver algunos cuerpos. Sobre todos los blanquitos de aquellos que no tienen pudor en enseñar sus carnes. 


No me gusta el verano, ni su horario, soy animal nocturno, y tanta horas de luz, me aburre. 


Aunque tiene su lado positivo; me encanta sentarme en una terracita a tomar unas cañas al mismo tiempo que disfruto de la vista de la gente pasar. Ahí, soy el mejor: cuando soy anónimo entre tanta multitud… Nadie se da cuenta de mi existencia.


Soy conformista, está claro, me alegro yo mismo con el hecho de estar solo con mi cruzcampo, mis pensamientos, mi divagar por los espacios imaginarios de un tipo. Soy un tipo fácil, de pueblo y gracioso para los de la capital.


Hoy, por fin es viernes, jolín, vaya semanita post Semana Santa —sin pasos.

Me adelanto, este fin de semana, voy a volar por la serranía Rondeña con mi bici nueva… Es pura fantasía, no veas cómo se desliza por la curvas en la bajadas trepidantes… Me gusta menos cuando subimos para Igualeja, eso es otro cantar, amigo, otro cantar.

 

Pero mis planes, los buenos vienen después, sí, sí más tarde: las comuniones. Me callo. A pesar de que los bailes, las risas con los colegas y las endorfinas de la felicidad que te provoca una buena copa de vino con la mente puesta en el domingo después del tedioso evento…


Y ya es lunes, por dios, lunes el viernes a las dos y media, justo después de la cervecita de la risas. Qué alegría. Qué fantasía. Que felisidasss. 


En fin, no seamos torpes y disfrutemos de este ratito, amárratelo al recuerdo de lo bueno, de lo que nunca se repite y se agota en el mismo instante…


Buen fin de semana y que sea una ¡locura!.


John Galls 

Sevilla 4 de abril 2024.

 


lunes, 1 de abril de 2024

Se me fué la pinza

 SE ME FUE LA PINZA


El tendedero está lleno de pinzas que sostienen con firmeza las prendas recién lavadas. Las pinzas parecen estar felices y tranquilas bajo el sol primaveral. Pero no hace mucho, durante el invierno, algunas de ellas estaban quejosas. La pinza roja no dejaba de protestar: “¡Qué frío hace, odio el invierno!, además otra vez me ha tocado esa toalla pesada. Qué mala suerte tengo”. En cambio, las pinzas azules, algunas de ellas desgastadas, se quejaban del tiempo cambiante en primavera; ahora, sol; ahora, llueve; ahora, viento. Prefieren el otoño, es más tranquilo y estable. Ese día, a pesar de lo divertido del balanceo que el viento del este, les dolía la cabeza. “¡Qué cansino es este viento!”.  Pero las pinzas naranjas, siempre sonrientes, estaban contentas con todo lo que sucedía a su alrededor. Agradecen la lluvia y disfrutaban del sol por igual. Si hace viento: nos balanceamos, y hace lluvia; nos refrescamos. Además, ese día, les tocó sujetar la camiseta verde y blanca. Estaban exultantes. 

Ahora que el verano ha llegado al sur, las pinzas rojas toleran bien el sol, pero se quejan de que están perdiendo su intenso color. Las azules, con el ceño fruncido, anhelan la lluvia y el viento, ya que les parece mucho más entretenido. Por otro lado, las pinzas naranjas continúan sujetando la ropa con firmeza —aunque les ha tocado la toalla pesada—, mientras cantan al ritmo de los pájaros que se posan en el alambre. El tendedero es un mundo lleno de colores y personalidades, y solo los que saben para donde navegan, el tiempo le es favorable. 


jueves, 29 de febrero de 2024

Sugestionar al conejo

En un rincón el conejo Blanco, mira el reloj. ¡Dios voy a llegar tarde! Sugestiona, sin darse cuenta, su entorno y la belleza de Alicia con todo su ropaje. 

—Salir corriendo, no es lo propio, Alicia —dice la Reina Roja—.  

—No lo quiero —infirió—. 

El sombrerero loco, pensativo, suspira mirando el horizonte creyendo que es cierto y real; ella tiene el doble check azul desactivado. Prefiere su tejemaneje ininteligible y preservar su indiferencia, es como seguir al Benny Bunny. Siete mundos y ninguno es real. Hacer magia y no sacar al conejo, es sugestionar la voluntad de la oruga Frégoli.

sábado, 24 de febrero de 2024

Hoy, es hoy.

 ¿Recuerdas cuando me reincorporé en septiembre que te dije que el verano había volado a pesar de mi caída? Pues, octubre, me sobrevoló sin ser visto. Aunque peor fue noviembre, no solo voló, sino que fue un espejismo, porque yo no lo sentí pasar. Fíjate, ya estamos a uno. Qué locura tía, yo creo que cada mes se me pasa más rápido que el anterior. Mi madre decía “agarra el tiempo y vívelo, que se va volando”. Y oye, si yo tuviera cuerda, los amarraba a mí con un nudo bien apretado. Ahora sí, hay cosas que no se me pasan, por mucho que vuelen. Y las hago mías por mucho que me rechacen. Hay dios, que los buenos momentos se hacen eternos en los corazones limpios y en las mentes alegres. Yo, esos momentos, me los bebo y repito, como las cervezas con mis amigos. Y no contento con eso, yo los siembro para el futuro, aunque este no exista, pero a mí me da luz. Y hoy no estoy, ni voy a estar como cada viernes, aunque suponga que me pierdo un momento de los que tengo amarrado en mi alma. Pero, no pasa nada, tía, lo viviré otro día, otro hoy y no otro mañana, que eso, te lo he dicho antes, que no existe mañana. Así, que disfruta el “hoy”, y amárralo, que no se te vaya volando…



El bosque de Haiku

Y tú.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

No te quejes, todo puede ser peor

 No te quejes, todo puede ser peor


Desde que nos casamos vivimos en el quinto piso de un edificio viejo. Las tardes de los domingos se habían convertido en una sucesión de momentos bañados por la lentitud. Era el día en que Juan solía visitar a su madre. Lo hacía con más frecuencia que a mí en mi habitación. La soledad, el atardecer, y el ruido parsimonioso de los coches hacían que la ciudad tuviera tonos de color sepia, con mi taza de té verde veía pasar la tarde. 

Un domingo, mientras estaba sola, la puerta del buzón rechinó. Normalmente, ni el correo ni los repartidores llegan los domingos. Lo abrí y había una carta sin remitente. Dentro había una hoja de papel amarillenta en la que ponía: “No te quejes, que todo puede ser peor”. Estaba escrita con Time New Roma. Me quedé con la hoja en mis manos. Volví al sofá y seguí visualizando la avenida, los coches y los transeúntes, todos empezaban a desaparecer. El sol comenzaba a esconderse y la ciudad cada vez más callada, las sombras de los edificios jugaban al escondite. Seguí leyendo el dominical de El País: “La voz es el nuevo punto G: por qué el sonido es el secreto mejor guardado del sexo”. Mi presión arterial y mi temperatura corporal estaban altas con la lectura del artículo. Antes de la cena llegó Juan. 

—Mira lo que han dejado en el buzón esta tarde —le enseñé la carta y la leyó. —Vaya tontería. La gente está loca —dijo sin más, mientras miraba el móvil. Habrá sido una broma. Eso decía mi abuela cuando nos quejábamos.

—¿Una broma? ¿Quién gasta el tiempo en esas bromas? —mientras me mordisqueaba el labio y me tocaba pelirrojos tirabuzones. 

Miré de nuevo la carta. Me quedé quieta y callada. La guardé en el cajón del mueble de la televisión. Cenamos algo rápido. Siguió atento al móvil. Solo coincidimos a la hora de la cena y para ver la tele. Puso las noticias que repetían una y otra vez: “Trump ha compartido en sus redes sociales la imagen de la ficha policial que se hace a todos los detenidos que entran en la cárcel de Atlanta. Quedó en libertad bajo fianza tras abonar los 200.000 dólares impuestos por la fiscal Fani Willis”.

—Qué pesados son —comentó Juan.

—Mañana tengo médico —referí.

—¿Te preocupa la carta o el médico? —preguntó mientras seguía con el móvil. 

—La carta y el médico —contesté. 


Me fui a mi habitación. No dormíamos juntos desde la última riña —tres meses atrás—. Fue entonces cuando dejé las pastillas. Con el móvil, me puse a ver pisos en alquiler. Con mi nuevo ascenso me lo podía permitir. Al día siguiente tenía cita médica. Tardé en quedarme dormida. 


Mientras esperaba mi turno, jugueteaba con el borde de su blusa, releí viejas revistas de moda que probablemente habían visto más dedos que una máquina registradora. La sala de espera olía a muebles viejos. El sofá estaba desgastado y las ventanas de madera deterioradas.

—Cursi, como la gitana de encima de la tele de mi abuela —me susurró mi amiga María.

—La consulta, del doctor Marín, debe tener su edad, casi a punto de jubilarse —contesté.


Mi pierna derecha hacía ruido con su movimiento incesante, mis manos temblaban. Me dolía la cabeza. La enfermera me llamó con media hora de retraso. Pasamos a la consulta. El doctor Marín, un hombre alto, canoso, con las manos grandes y rostro inexpresivo. En la pared, detrás de su sillón, colgaban muchos títulos ilegibles por la distancia. Nos indicó que nos sentáramos. No decía nada mientras miraba la pantalla del ordenador. El reloj de pared seguía con el tic-tac monótono. Mis latidos iban más rápido. Al rato dijo:

—Tenemos el informe de la mamografía y de la ecografía. Tiene usted un fibroadenoma.

—¿Fibroadenoma? —repetí inmediatamente.

—Si —contestó. Generalmente, no son motivo de preocupación. El origen del fibroadenoma es el propio tejido mamario. Basta con vigilarlo. Puede estar tranquila.


Seguía teniendo palpitaciones y las manos sudorosas. María me cogió la mano y me la apretó tanto que me señalo su anillo —siempre hace lo que me acompaña a los médicos.

—La revisaré dentro de seis meses. Si nota algún cambio, se viene por la consulta.

—Gracias —dije con un hilo de voz. Sonreí.


Al despedirme de María quedamos para vernos el jueves. Volví al trabajo con la resaca de la visita médica, con dolor de cabeza y sin ganas de comer. Apenas llegué me llamó mi jefa: “tenemos que hacer el informe. Es urgente”. Era mi primer informe en el nuevo puesto. Iván me preguntó cómo me había ido en el médico. Estuvimos un buen rato hablando. 


    —¿Ves?, las preocupaciones no son buenas. Te hacen sufrir gratuitamente. Entiendo tu temor constante de tener una enfermedad, a mí me pasaba.

    —Atento como siempre, sensible y amable. Gracias, Iván. 


Yo tenía que hacer el informe. Él seguía con su retahíla: “no te preocupes, aquí me tienes para lo que necesites”. Me miró fijamente a los ojos y después a mis manos. Sonreí. Yo tenía los puños encima de la mesa. Le mantuve fija la mirada y me toqué el pelo con suavidad. 


Quedé con María en su bar favorito, donde ponen café de Brasil —”El rincón de la viuda” se llama—. Le mostré la carta y le comenté, que Juan y yo, hacía tiempo que no nos acostamos. Tras un breve silencio —miró al techo— y dijo: “La carta es de una amante de tu marido. Estoy segura”.  Tomé un sorbo de café antes de decir nada:

—Es absurdo. ¿Qué iba a conseguir?. No sé si tendrá amante. Pero a mí no se acerca y ultímate come muchas veces fuera. Somos como compañeros de piso —dije.

—¿Y qué coño pretende, quién sea, con eso? —dijo haciendo una bolita con papel de servilleta.

—Yo lo relacioné con lo del bultito en el pecho.

—Venga ya, no seas paranoica. ¿Qué tiene que ver?, ya te dijo el médico que estás buenísima —soltó una carcajada.


Hubo un largo silencio perturbado solo por el jaleo de la máquina del café. La conversación se reanudó cuando María me dijo:

—Y con Iván, ¿cómo va todo? —mientras se repasaba la pintura de los labios mirándose en un pequeño espejo.

—Dice que tiene miedo. Quiere estar con sus hijos —apreté los dientes y me contuve las lágrimas. Juan es con quien tengo un fuerte compromiso. Y es él quien me trata con indiferencia y frialdad. 

—¿Lo quieres? —preguntó mientras encogía los hombros y hacía un gesto con las palmas de las manos hacia arriba.

—Estoy agobiada con el trabajo. Tengo que entregar mañana el informe.

—Deberías hablar con Juan —sentenció.


Al llegar a casa vi que el buzón había algo. Lo abrí y de nuevo una carta sin remitente del mismo estilo. Corte con las manos el filo y dentro el mismo papel amarillento: “Te lo dije, no te quejes. Todo puede ser peor”. Tarde en encontrar las llaves en mi bolso. Entré en casa y me tomé una tila y diez gotas de las flores de Bach. Su móvil estaba sobre la mesita de la cocina. Se abrieron varias pantallas emergentes. Una de ellas de WhatsApp. Le llegaron varios mensajes que no pude leer. Tenemos código de bloqueo de pantalla.

—Juan, tenemos que hablar —dije con lágrimas en los ojos—. El aliento le olía a cerveza. 

—¿Qué pasa? ¿No te ha ido bien en tu trabajo o con tu amiga, la zorra esa?

—Ella, al menos, me escucha y me acompaña, mientras tú estás por ahí, no sé dónde —le reproché. 

Me sequé las lágrimas con la manga del pijama.

—Mira lo que ha llegado —dije mostrándole el papel con mi mano temblorosa… 

—Otra vez la misma tontería, lo mismo decía mi abuela —dijo mientras leía los mensajes—. No me jodas. Lo mismo es verdad, deja de quejarte, valora lo que tienes. —Pegó un portazo y se fue al baño. 

Ese día Juan se acostó sin cenar. Tomé una ensalada, mi Orfidal y me quedé viendo la tele y entre mis manos seguía la carta. Envié un mensaje a Iván: “gracias por todo”. Me quedé dormida. 

Pasaron los días y la tensión seguía cada vez que nuestras miradas se encontraban. Las reglas del juego habían sido reescritas.  Ninguno de los dos admitía hablar. No me preguntaba por mis otras visitas médicas ni me dijo nada de la segunda carta. Seguíamos vagando cada uno, por un lado. Nos aferramos a nuestras rutinas. Él seguía llegando tarde, si es que venía. Yo continuaba jugando con Iván y él continuó con miedo y rechazando. Aun así, me seguían subiendo las pulsaciones cada vez que hablábamos. María me acompañaba a mis visitas médicas. 

El día de la firma del divorcio marcó el fin de una etapa. Nos miramos una última vez. El notario nos dijo: “suerte”. Era la segunda vez que hablábamos en mucho tiempo. 

—No nos quedaba otra opción —dijo sin parpadear.

—La felicidad no existe —contesté.

—”No te quejes, todo puede ser peor” —susurró en el preciso momento en que nos llamaron para entrar en la sala de notaria—. 

Cuando su abogado me comunicó la petición de divorcio de Juan, sí que hablamos. Aunque estaba todo dicho con nuestra convivencia. Llamé a mi amiga y nos emborrachamos. Acabé acostándome con Iván.

Me quedé viviendo en lo que fue nuestro hogar. Mis rutinas cambiaron. Una mañana muy temprano, Clara, mi vecina del quinto B, una viuda con setenta años, me dijo:

—No pudo ser. ¿Verdad? —dijo con voz serena y haciendo un gesto con la mano temblorosa. Después de la lluvia siempre sale el sol.

—¿Cómo? —le pregunté—, ¿A qué se refiere usted?.

—Llevo años escuchando y viendo vuestra vida —dijo. Y continuó—: Joven, a veces, necesitamos un recordatorio de que, no importa cuán malas sean las cosas, siempre hay esperanza. La vida es bella, a pesar de ser, en ocasiones muy miserable. 

—Es cruel —musité.

—Esas cartas no eran una burla, eran una invitación a ver la vida desde otra perspectiva —respondió—. Mi marido me fue infiel. Soporté la humillación y después del calvario enviudé con apenas treinta años. Mis tres hijos hace años que no me visitan. Y a pesar de todo, procuro sonreír cada mañana. No te quejes, todo puede ser peor.


miércoles, 30 de agosto de 2023

SI ME NECESITAS, LLÁMAME Por Raymond Carver

 SI ME NECESITAS, LLÁMAME

Por Raymond Carver

De su libro de relatos póstumos: Si me necesitas, llámame.



Aquella primavera habíamos tenido una relación cada uno por nuestro lado, pero cuando el curso acabó en junio decidimos alquilar nuestra casa de Palo Alto y marcharnos los dos a pasar el verano a la costa norte de California. Nuestro hijo, Richard, iría con su abuela, la madre de Nancy, a Pasco, Washington, donde trabajaría todo el verano con idea de tener algo de dinero ahorrado en otoño cuando ingresara en la universidad. Su abuela estaba al tanto de lo que pasaba en casa y había hecho lo imposible para que lo mandáramos con ella, ocupándose de encontrarle trabajo para cuando llegara. Había hablado con un agricultor amigo suyo que le prometió un empleo para Richard. Trabajo duro, porque tendría que levantar cercas y hacer fardos de heno, pero Richard estaba entusiasmado. Se marchó en autobús a la mañana siguiente de la entrega de diplomas en el instituto. Lo llevé a la estación, aparqué el coche y fuimos a sentarnos dentro hasta que anunciaron su autobús. Su madre ya se había despedido de él, prodigándole besos y abrazos y dándole una larga carta que debía entregar a su abuela cuando llegara. Nancy se había quedado en casa, haciendo los últimos preparativos de la mudanza y esperando a la pareja de inquilinos. Le saqué el billete, se lo di y nos sentamos a esperar en un banco de la estación. De camino habíamos charlado un poco sobre la situación.

    —¿Os vais a divorciar mamá y tú? —preguntó.

    Era sábado por la mañana y no había mucho tráfico.

    —Si podemos evitarlo, no —contesté—. No queremos. Por eso nos marchamos, a pasar el verano sin ver a nadie. Por eso hemos alquilado nuestra casa durante el verano y por eso hemos alquilado otra en Eureka. Y por eso te vas tú también, supongo. Por no hablar de que volverás a casa con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos durante el verano y ver si arreglamos las cosas.

    —¿Sigues queriendo a mamá? Ella me ha dicho que te quiere.

    —Pues claro que la quiero. A estas alturas deberías saberlo. Sólo que hemos tenido un montón de problemas y muchas responsabilidades, como todo el mundo, y ahora necesitamos tiempo para estar solos y encontrar una solución. Pero no te preocupes por nosotros. Tú ve a casa de la abuela, pasa un buen verano, trabaja mucho y ahorra dinero. Y como también estás de vacaciones, vete a pescar siempre que puedas. Hay buena pesca por ahí.

    —Y también se puede hacer esquí acuático. Quiero aprender.

    —Eso nunca lo he hecho. Procura hacer un poco por mí también, ¿quieres? —Estábamos sentados en la estación de autobuses. Él hojeaba su anuario del instituto, yo tenía un periódico sobre las rodillas. Entonces anunciaron su autobús y nos levantamos. Lo abracé y le dije:— No te preocupes, ¿eh? ¿Dónde tienes el billete?

    Se dio unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta y cogió la maleta. Le acompañé hasta la cola que se estaba formando en la terminal, luego lo abracé otra vez, le di un beso en la mejilla y me despedí.

    —Adiós, papá —me contestó, dándose media vuelta para que no le viera las lágrimas.

    Al volver a casa me encontré con nuestras cajas y maletas en el cuarto de estar. Nancy estaba en la cocina, tomando café con la joven pareja que nos había alquilado la casa durante el verano. Los había encontrado ella. Se llamaban Jerry y Liz, y estaban preparando la licenciatura en matemáticas. Yo los había conocido sólo unos días antes, pero volvimos a estrecharnos la mano. Nancy me sirvió una taza de café y me senté a la mesa mientras ella acababa de darles las instrucciones, diciéndoles lo que debían hacer a principio y a fin de mes, dónde debían enviarnos el correo y cosas por el estilo. Nancy tenía una expresión tensa. El sol se filtraba por los visillos y caía sobre la mesa, señal de que la mañana estaba bien avanzada.

    Finalmente, como todo parecía estar en orden, dejé a los tres en la cocina y empecé a cargar el coche. La casa que habíamos alquilado estaba amueblada y tenía de todo, hasta platos y cacharros de cocina, así que no necesitábamos llevarnos mucho, solo lo estrictamente necesario.

    Tres semanas antes había ido a Eureka, a quinientos kilómetros al norte de Palo Alto, para alquilar una casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con quien había estado saliendo. Pasamos tres días en un motel de las afueras de la ciudad mientras yo miraba el periódico y visitaba agencias inmobiliarias. Ella me vio extender el cheque por tres meses de alquiler. Después, en el motel, tumbada en la cama, con una mano puesta en la frente, me dijo:

    —Qué envidia me da tu mujer. Cómo envidio a Nancy. La gente siempre dice que "la otra" no cuenta, que la titular es quien ostenta los privilegios y el verdadero poder, pero yo nunca había comprendido esas cosas, ni siquiera me habían interesado. Ahora sí. Cómo la envidio. Me da rabia la vida que va a llevar contigo este verano en esa casa. Ojalá fuese yo. Ojalá fuésemos nosotros dos. ¡Cómo siento que no seamos nosotros! ¡Qué horrible es todo esto!

    Le acaricié el pelo.

Nancy era alta, de piernas largas, con cabello y ojos castaños y un espíritu generoso. Pero últimamente nos habíamos quedado un poco cortos de generosidad y de espíritu. Salía con un colega mío, divorciado, de cabello gris, siempre muy pulcro, con traje, chaleco y corbata, que bebía demasiado y a quien, según me dijeron unos alumnos, a veces le temblaban las manos en clase. Nancy y él habían empezado su aventura en una fiesta durante las vacaciones, no mucho después de que ella descubriera mi propia infidelidad. Ahora todo eso me parece molesto y aburrido, y lo es, pero en primavera las cosas estaban así y a ello dedicábamos toda nuestra energía y atención, con exclusión de todo lo demás. A finales de abril ya empezamos a hacer planes de alquilar la casa y marcharnos a pasar el verano a otro sitio, los dos solos, para ver si éramos capaces de arreglar las cosas, si es que tenían arreglo. Acordamos que no llamaríamos, ni escribiríamos, ni nos pondríamos en contacto de manera alguna con las otras dos personas. De modo que hicimos los preparativos para la marcha de Richard, buscamos una pareja que nos cuidara la casa y, mirando el mapa, cogí una carretera al norte de San Francisco, llegué a Eureka y encontré una agencia inmobiliaria dispuesta a alquilar una casa amueblada para el verano a un matrimonio respetable de mediana edad. Hasta me parece haber utilizado, que Dios me perdone, la frase "una segunda luna de miel" con el empleado de la agencia mientras Susan fumaba un cigarrillo y hojeaba folletos turísticos en el coche.

    Terminé de colocar maletas, bolsas y cajas en el maletero y el asiento de atrás y esperé a que Nancy acabara de despedirse en el porche. Estrechó la mano a la pareja y vino hacia el coche. Les dije adiós con la mano y ellos me devolvieron el saludo. Nancy subió al coche y cerró la puerta.

    —Vámonos —dijo.

    Puse el coche en marcha y nos dirigimos a la autopista. En el último semáforo vimos un coche que salía de la autopista y venía hacia nosotros. Se le había roto el tubo de escape y lo llevaba a rastras, sacando chispas del asfalto.

    —Fíjate —dijo Nancy—. Se puede incendiar.

    Esperamos hasta que el coche se detuvo en el arcén.

    Paramos en una pequeña cafetería junto a la autopista, cerca de Sebastopol. "Comida y Gasolina", decía el letrero. Nos hizo reír. Aparqué enfrente y entramos. Nos dirigimos al fondo y nos sentamos en una mesa cerca de una ventana. Después de pedir café y unos sándwiches, Nancy puso el dedo sobre la mesa y empezó a trazar líneas en el tablero. Encendí un cigarrillo y miré al exterior. Un movimiento rápido me llamó la atención y me di cuenta de que era un colibrí en un matorral, junto a la ventana. Picoteando en una flor del matorral, movía las alas con tal rapidez que parecía un punto borroso.

    —Mira, Nancy —dije—. Un colibrí.

    Pero el pájaro levantó el vuelo en aquel momento y Nancy miró por la ventana y dijo:

    —¿Dónde? No lo veo.

    —Estaba ahí hace un momento —dije—. Mira, ahí está. Pero parece distinto. Sí, es otro.

    Contemplamos al colibrí hasta que la camarera nos trajo lo que habíamos pedido y el pájaro, asustado por el movimiento, desapareció por la esquina del edificio.

    —Vaya, me da la impresión de que es buena señal —dije—. Dicen que los colibríes traen buena suerte.

    —Eso he oído en alguna parte —dijo ella—. No sé dónde pero lo he oído. Bueno, pues no nos vendría mal un poco de suerte. ¿No te parece?

    —El colibrí ha sido un buen augurio. Me alegro de que hayamos parado aquí.

    Ella asintió con la cabeza. Se quedó un momento pensativa y luego dio un mordisco al sándwich.



    Llegamos a Eureka poco antes de oscurecer. Después de pasar el motel donde dos semanas antes Susan y yo habíamos dormido tres noches, salimos de la autopista y cogimos una carretera de montañas que dominaba la ciudad. Llevaba las llaves de la casa en el bolsillo. Subimos un par de kilómetros hasta llegar a un pequeño cruce con una estación de servicio y una tienda de comestibles. Al otro lado del valle, frente a nosotros, había montañas cubiertas de árboles; a nuestro alrededor, todo eran campos verdes. Detrás de la estación de servicio pastaban unas vacas.

    —Qué paisaje tan bonito —dijo Nancy—. Estoy deseando ver la casa.

    —Casi estamos. Justo al final de esa carretera —le dije—, pasando aquella elevación. Ahí la tienes —señalé al cabo de unos momentos—. Ésa es. ¿Qué te parece?

    Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando nos detuvimos en el camino de la entrada, ella y yo.

    —Es bonita —dijo Nancy—. Parece estupenda. Vamos a bajar.

    Nos quedamos un momento delante del jardín, mirando a nuestro alrededor. Luego subimos los escalones del porche, abrí la puerta y encendí la luz. Recorrimos la casa. Tenía dos habitaciones pequeñas, un baño, un cuarto de estar con chimenea, amueblado con unos cuantos trastos viejos, y una espaciosa cocina con vistas al valle.

    —¿Te gusta? —le pregunté.

    —Es maravillosa —dijo Nancy, sonriendo—. Me alegro de que la encontraras. Hemos hecho bien en venir.

    Abrió el frigorífico y pasó un dedo por la encimera del fregadero.

    —Todo está muy limpio, gracias a Dios. Así no tendré que trabajar.

    —Y hay sábanas limpias en las camas. Lo pregunté. Lo he comprobado. Lo alquilan así. Hasta las almohadas. Con fundas y todo.

    —Tendremos que comprar algo de leña —dijo Nancy. Estábamos en el cuarto de estar—.     En noches como esta nos vendrá bien encender la chimenea.

    —De la leña me ocuparé mañana —dije—. Y aprovecharemos para hacer la compra también, y ver la ciudad.

    —Me alegro de que hayamos venido —dijo, mirándome a los ojos.

    —Y yo también.

    Abrí los brazos y vino hacia mí. La abracé. Sentí cómo temblaba. Alcé su rostro hacia mí y la besé en ambas mejillas.

    —Nancy —le dije.

    —Me alegro de que hayamos venido —dijo ella.

     

    Pasamos los siguientes días terminando de instalarnos. Fuimos a Eureka a pasear y mirar escaparates. Compramos provisiones. Hicimos excursiones hasta el bosque, atravesando el campo de detrás de la casa. Encontré en el periódico un anuncio de leña y llamé. Un par de días después se presentaron dos jóvenes de pelo largo con una camioneta cargada de leña de aliso que apilaron bajo el tejadillo del garaje. Aquella noche, después de cenar, tomamos café frente a la chimenea y hablamos de tener perro.

    —No quiero un cachorro —dijo Nancy—. Que un perro cachorro vaya ensuciándolo todo por ahí o destrozando cosas con los dientes es lo que menos falta nos hace. Pero me gustaría tener un perro, sí. Hace mucho que no tenemos ninguno. Creo que nos vendría bien aquí.

    —¿Y cuándo volvamos, cuando se acabe el verano? —dije. Formulé la pregunta de otro modo—: ¿Te parece bien tener un perro en la ciudad?

    —Ya veremos. Mientras, vamos a buscar uno. El que más nos convenga. Hasta que no lo vea no sabré cuál es. Miraremos los anuncios y si es preciso iremos a la perrera.

    Pero aunque seguimos hablando del tema durante varios días y mirando perros en los jardines de las casas por las que pasábamos, señalando los que nos gustaría tener, la cosa quedó en nada, acabamos sin coger ninguno.

    Nancy llamó a su madre para darle nuestra dirección y el número de teléfono. Richard estaba trabajando y parecía contento. Ella se encontraba estupendamente. Oí que Nancy le decía:

    —Estamos muy bien. Esto da buen resultado.


    A mediados de julio íbamos un día por la autopista de la costa y al llegar a lo alto de un repecho vimos unas lagunas separadas del mar por bancos de arena. En la orilla había unos pescadores, y dos barcas en el agua.

    Salí al arcén y paré.

    —Vamos a ver lo que están pescando —dije—. A lo mejor encontramos una caña y podemos ponernos nosotros también.

    —Hace años que no vamos de pesca —dijo Nancy—. Desde aquella vez que Richard era pequeño y acampamos cerca del Monte Shasta. ¿Te acuerdas?

    —Me acuerdo. Y también acabo de acordarme de que echaba de menos la pesca. Vamos a bajar, a ver lo que pescan.

    —Truchas —contestó el hombre cuando le pregunté—. Truchas arco iris, reos. Incluso algunas asalmonadas y unos cuantos salmones. Entran en invierno, cuando se abren los bancos de arena, y luego se quedan atrapados en primavera, cuando se cierran. Ahora es la temporada de pesca. Todavía no ha picado ninguna, pero el domingo pasado cogí cuatro, de unos cincuenta centímetros. Es el pescado más delicioso del mundo, y se defienden como demonios. Los de las barcas ya han cogido algunas, pero hasta ahora yo no he hecho nada.

    —¿Qué cebo utiliza? —le preguntó Nancy.

    —De todo —contestó el pescador—. Lombrices, huevas de salmón, maíz integral. Sólo hay que lanzarlo lejos, dejar que se hunda, soltar un poco y vigilar la caña.

    Nos quedamos por allí un rato, observando al pescador y las pequeñas barcas que se desplazaban de un lado a otro de la laguna entre el murmullo de sus motores.

    —Gracias —dije al pescador—. Y buena suerte.

    —A usted también —dijo él—. Suerte a los dos.

    De camino a la ciudad entramos en una tienda de deportes y compramos unas licencias, unas cañas baratas, carretes, hilos de nailon, anzuelos, corchos, plomos y una cesta. Hicimos planes para ir a pescar a la mañana siguiente.

    Pero por la noche, después de cenar, fregar los platos y encender la chimenea, Nancy sacudió la cabeza y dijo que aquello no iba a dar resultado.

    —¿Por qué dices eso? —pregunté—. ¿Qué quieres decir?

    —Quiero decir que no va a dar resultado. Reconozcámoslo. —Volvió a sacudir la cabeza—: En realidad no tengo ganas de ir a pescar mañana, ni tampoco quiero un perro. No, nada de perros. Más bien me apetece ir a ver a mi madre y a Richard. Sola. Quiero estar sola. Echo de menos a Richard —dijo, rompiendo a llorar—. Richard es mi hijo, mi niño, y ya es casi adulto y pronto se irá. Le echo de menos.

    —¿Y a Del? —dije yo—. ¿También echas de menos a Del Shreader? A tu amigo. ¿Le echas en falta?

    —Esta noche echo a todo el mundo en falta. También a ti. Hace mucho que te echo de menos. Te he echado tanto de menos que es como si no estuvieras conmigo. No sé cómo explicarlo, pero te he perdido. Ya no eres mío.

    —Nancy.

    —No, no.

    Sacudió la cabeza. Se sentó en el sofá, frente al fuego, sin dejar de mover la cabeza.

    —Mañana quiero coger el avión para ir a ver a mi madre y a Richard. Cuando me marche podrás llamar a tu amiga.

    —Eso no —dije—. No tengo intención de hacer eso.

    —La llamarás —dijo ella.

    —Y tú llamarás a Del.

Me sentí ridículo al decirle eso.

    —Tú puedes hacer lo que te dé la gana —dijo ella, enjugándose las lágrimas con la manga—. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica. Pero yo me voy mañana a Washington. Y ahora me voy a la cama. Estoy agotada. Lo siento. Lo siento por los dos, Dan. Esto no va a salir bien. Hoy, ese pescador nos ha deseado suerte. —Sacudió la cabeza   —. Yo también nos deseó suerte. La vamos a necesitar.

    Entró en el cuarto de baño y oí que abría el grifo de la bañera. Salí al porche y me senté en un escalón a fumar un cigarrillo. Fuera todo estaba oscuro y silencioso. Al mirar a la ciudad, vi un pálido reflejo de luces en el cielo y jirones de bruma flotando en el valle. Empecé a pensar en Susan. Poco después, Nancy salió del baño y oí que cerraba la puerta de su habitación. Entré, puse otro tronco en la chimenea y esperé a que las llamas se encaramasen por la corteza. Luego pasé a la otra habitación, descubrí la cama y contemplé los dibujos florales de las sábanas. Luego me duché, me puse el pijama y fui a sentarme otra vez frente a la chimenea. Ahora la bruma llegaba a la ventana. Me senté a fumar delante del fuego. Cuando volví a mirar hacia la ventana, algo se movió entre la niebla y vi un caballo que comía hierba en el jardín.

    Me acerqué a la ventana. El caballo alzó la cabeza y me miró, luego siguió arrancando hierba. Otro caballo entró en el jardín, pasó junto al coche y empezó a pastar. Encendí la luz del porche y me quedé delante de la ventana, mirándolos. Eran caballos altos, blancos, de largas crines. Se habrían escapado de alguna granja vecina por el hueco de una cerca o una portilla abierta. Comoquiera que fuese, habían venido a parar a nuestro jardín. Estaban encantados, disfrutando enormemente de su escapada. Y también nerviosos; desde la ventana les veía el blanco de los ojos. No dejaban de agitar las orejas mientras arrancaban matas de hierba. Un tercer caballo entró vacilante en el jardín, luego un cuarto. Era una manada de caballos blancos, y estaban pastando en nuestro jardín.

    Fui a la habitación de Nancy y la desperté. Tenía rulos en el pelo, los ojos enrojecidos y los párpados hinchados. A los pies de la cama había una maleta abierta.

    —Nancy, cariño —le dije—. Ven a ver lo que tenemos en el jardín. Ven, corre. Tienes que verlo. No te lo vas a creer. Date prisa.

    —¿Qué pasa? —dijo—. No me hagas daño. ¿Qué ocurre?

    —Tienes que verlo, cariño. No voy a hacerte daño. Lamento haberte asustado. Pero tienes que venir a verlo.

    Volví al cuarto de estar, me aposté delante de la ventana y al cabo de unos minutos vino Nancy atándose la bata. Miró por la ventana y exclamó:

    —¡Qué bonitos son, Dios mío! ¿De dónde han salido, Dan? Son preciosos.

    —Han debido de escaparse de una de esas granjas de por ahí —dije—. Voy a llamar a la oficina del sheriff para que localice a los dueños. Pero primero quería que los vieses.

    —¿Crees que morderán? —me preguntó—. Me gustaría acariciar a aquel de allí, el que acaba de mirarnos. Me encantaría pasarle la mano por el cuello. Pero tengo miedo de que me muerda. Voy a salir.

    —No creo que muerdan —dije—. No parecen de los que muerden. Pero si sales, ponte algo, hace frío.

    Me puse el abrigo encima del pijama y esperé a Nancy. Luego abrí la puerta, salimos al jardín y nos acercamos a los caballos. Todos levantaron la cabeza para mirarnos. Dos de ellos volvieron a bajarla y siguieron comiendo hierba. Otro dio un resoplido y retrocedió, para luego bajar la cabeza a su vez y continuar pastando. Acaricié la cabeza de uno y le palmeé el flanco. Siguió mascando. Nancy alargó el brazo y empezó a acariciar la crin del otro.

    —¿De dónde vienes, bonito? —dijo—. ¿De dónde vienes, y por qué has salido esta noche, caballito?

    Nancy continuó acariciándole la crin. El caballo la miró, resopló entre los labios y volvió a bajar la cabeza. Ella le dio unas palmaditas en el flanco.

    —Me parece que voy a llamar al sheriff —dije.

    —Todavía no —dijo ella—. Espera un poco. Nunca volveremos a ver una cosa así. Nunca jamás volveremos a tener caballos en el jardín. Espera un poco más, Dan.

    Al cabo de un rato, Nancy seguía yendo de un caballo a otro, dándoles palmadas en el lomo y acariciándoles la crin, cuando uno de ellos echó a andar por el camino, pasó delante del coche y salió a la carretera. Entonces comprendí que tenía que llamar.

    —¡No les haga daño! —gritó Nancy.

    Volvimos a la casa y nos pusimos delante de la ventana para ver cómo los ayudantes del sheriff y el granjero reunían los caballos.

    —Voy a hacer café —dije—. ¿Te apetece una taza, Nancy?

    —Te diré lo que me apetece —dijo ella—. Estoy en las nubes, Dan. Como si me hubiera drogado. No sé explicar esta sensación, pero me gusta. Mientras tú haces café, yo buscaré música en la radio; después aviva el fuego en la chimenea. Estoy demasiado nerviosa para dormir.

    Así que nos sentamos frente al fuego bebiendo café y escuchando una radio de Eureka que emitía toda la noche mientras hablábamos de los caballos y luego de Richard y de la madre de Nancy. Bailamos. No mencionamos para nada nuestra situación. La bruma pendía al otro lado de la ventana y charlamos y estuvimos cariñosos el uno con el otro. Al amanecer apagué la radio, nos acostamos e hicimos el amor.

    Por la tarde, cuando hizo todos los preparativos y cerró las maletas, la llevé a un pequeño aeropuerto donde cogería un vuelo a Portland. Allí haría transbordo con otra compañía aérea que la dejaría en Pasco bien entrada la noche.

    —Saluda a tu madre de mi parte. Dale a Richard un abrazo y dile que le echo de menos.     Dile que le quiero.

    —Él también te quiere a ti. Ya lo sabes. En cualquier caso, le verás en otoño, estoy segura.

    Asentí con la cabeza.

    —Adiós —dijo, tendiéndome los brazos.

    Nos abrazamos.

    —Me alegro de lo de anoche —dijo—. Los caballos. La conversación. Todo. Es una ayuda. Nunca lo olvidaremos.

    Se echó a llorar.

    —Me escribirás, ¿verdad? —le dije—. Ni por un momento pensé que nos ocurriría esto a nosotros. Después de tantos años. Ni soñarlo. A nosotros, no.

    —Te escribiré —dijo ella—. Cartas muy largas. Las más largas que hayas recibido jamás después de las que te mandaba en el instituto.

    —Estaré impaciente por recibirlas.

    Luego me miró otra vez y me pasó la mano por la cara. Me dio la espalda y se dirigió al avión que la esperaba en la pista.

    —Adiós, amada mía, que Dios sea contigo.

    Subió al avión y me quedé ahí hasta que los motores a reacción se pusieron en marcha. Al cabo de un momento, el avión empezó a rodar por la pista. Despegó sobre la Bahía de Humboldt y pronto se convirtió en un punto en el cielo.

    Volví a casa, dejé el coche en el camino de entrada y miré las huellas de los cascos de los caballos. Había marcas profundas en el césped, y calvas, y montones de estiércol. Entré luego en la casa y, sin quitarme siquiera el abrigo, fui al teléfono y marqué el número de Susan.

martes, 22 de agosto de 2023

EL BUEN SOLTERÓN

 EL BUEN SOLTERÓN.


Sales de tu casa, muy temprano, tempranísimo —a las cinco y cuarenta y cinco—, un día del mes de noviembre que te envuelve en un abrazo frío por las calles desiertas. Acabas de cumplir más de sesenta noviembres. El aire es gélido, sabes que hace frío, pero, te empeñas en hacerte el héroe fingiendo como un cosaco por no llevar camiseta de algodón. A lo lejos, el bar de esquina, el café te espera, como un faro de calidez en medio de la penumbra. Tomas café y mientras fumas tu segundo cigarrillo, te invaden los pensamientos y te sientes un personaje de una película en blanco y negro, como la que viste anoche y que terminó pasada las doce. Te despierta de un golpe el vecino que ya viene de comprar el pan. El tipo no te cae bien y hoy, se ha ganado otra medalla para ser más imbécil aún. Pero el golpe te ha servido para continuar y despertar de tus fantasías. Vas por la acera, sigues pensativo. Ahora tienes frío, y vas al coche y te pones tu chaquetón que te abriga los pensamientos, esos pensamientos que te atrapan en una profunda reflexión sobre tu triste y solitaria existencia.     El tiempo apremia y el tren sale en veinte minutos. A lo lejos ves a alguien tambalearse, como borracho. No haces caso, pero ella sigue ahí, como una melodía persistente, se acerca despacio. Ha empezado a llover y ello te dificulta la visibilidad. Es una mujer, parece alta, y es rubia y con los ojos verdes. Claro, es María, la vecina del quinto. Bajas la ventanilla, la lluvia cae como metralla y gritas balas entrecortadas: —Buenos días. María, ¿te llevo a la estación? —¿Buenos días? —pregunta al subir al coche—. Hace un viento horrible, está lloviendo a mares y se me ha estropeado el coche. Y me dices: “buenos días”. No seas cruel Juan. —Bueno, mujer, es una forma de hablar.     El silencio que sigue es incómodo y reflexivo y nos invade como un abismo de palabras y cabreo. Te choca su intento de chiste, pero lo admites, no es un buen día. La lluvia continúa cayendo, como si fuese parte de la conversación. Has llegado. Aparcas lejos, pues es tarde y la gente madruga y no se entretiene. Tú a lo tuyo, a tu ritmo lento de vida. Ella se baja y grita: “me he puesto chorreando. Malditos sean los lunes y los lunes de noviembre”. Te quedas aún más callado. Pero realmente tú también quieres gritar. No haces nada, sino correr para el andén. El tren está al llegar. María tiene cara de enfado, pero, te acaba soltando una sonrisa. Piensas que está loca. O caliente. Enciendes tu ordenador. Introduces tu clave de escritorio. Aún no te has despertado, sigues en tu estado de narcosis. Ojo cerrado y ojo medio abierto. No tienes ningún correo. Vas y te haces una infusión. Mientras te la tomas, lees las noticias en internet; “España, campeona del mundo de fútbol femenino”, gritas en silencio: “bien, joder bien”.     Llega el pesado de la oficina, gritando tan temprano. Te cae mal, sí, sí, también te cae mal. Te obliga a bajar al bar, a tomar café. No te apetece, pero vas. Escuchas sus opiniones sobre el partido. Tú haces como el que pone interés; sin embargo, pasas de él. No es bético y te cae regular. Prefieres pensar en la vecina del quinto y su sonrisa (“polvo en ausencia del marido”). Sonríes y confundes al pesado. Suena tu teléfono. Es la jefa; “Ramírez, venga a mi despacho, tengo trabajo para usted”. De inmediato reflexionas; “joder, es lunes y su voz de cabreada. Puto lunes”—sentencias. Pasan las horas, sigues con mucho sueño, el informe lo terminaste antes de la una, pero no lo entregas hasta las dos y media, justo cuando te vas de la oficina.

Vuelves al tren, vuelves durmiendo y escuchando la radio. Otra vez: “España, campeona del mundo”. “El mundo es de ellas”, “Rubiales se disculpa tras su beso a Jenni Hermoso”. Las noticias pasan como la lluvia fuera, sigues sin conexión y sin entender tu vida. Todo el mundo parece envuelto en un manto gris y mundano. Te despiertan las dos alarmas del móvil, el tren ha llegado y has vuelto a casa. Comes cualquier cosa, no te apetece el potaje que te trajo tu hermana. Te levantas de la siesta con una sonrisa (“polvo con la del quito”).     —Tú debes de tranquilizarte. Juan, la cuestión es muy mecánica y siempre, o casi siempre funciona. Lo primero que tienes que hacer es tener varios perfiles en las redes sociales. Y dar like a todas aquellas que te inspiren deseo —no seas lascivo—. Pero, ojo, sin deseo de cazador y perverso de poseerlas sin remordimientos—los consejos del amigo.     —¡Lolo! —le gritas. Para, para ya por Dios. ¿Sabes que lo de ser solterón se hereda? Él ríe a carcajada, limpia y violenta, como una alarma de incendios. Sabes que acabas de cometer un error y tu colega —tu mejor amigo—, el guapito del grupo, se mofa de ti. Te sientes vulnerable y te duele, aunque sabes que tu dolor es exagerado. El tío, además, te golpea el hombro —como un experto boxeador—, el que tienes dolorido por la caída, sí, ese mismo, y sigue riéndose. Pero finges naturalidad y te intentas hacer el duro. No sabes y él se da cuenta.     —Sí, tío, sé que lo de solterón se hereda —dice con ironía al camarero. “Tierra trágame, ahí viene el capullo del bar y sus bromitas”     —Eso dicen —susurras con voz temblorosa—. ¿Quieres otra cerveza? —lo haces para que se calle la boca. Pero sigue escupiendo palabrería y carcajadas (“hijo de puta”).     —Sí, claro lo dicen las evidencias científicas y el National Geographic.     Mientras el capullo de tu amigo, disfruta de su estupidez —y la tuya—, tú piensas que él tiene “cuernos” —con maldad—, Inma se acostó contigo, aunque lo tienes en lo más oculto de tus entrañas. Sería demasiado sucio el argumento.     —¿Pero, tú de qué presumes? —preguntas con odio transitorio—. Presumes del catfishing las redes sociales y de ser “un engañador viudas”, prefiero la soltería —confirmas con miedo. Son las diez de la noche. Llegas a casa y cenas algo ligero. Y tu preocupación es tal, que te ha hecho hacer la consulta a “San Google”. Y lees que según un estudio publicado en la revista “Social Psychological and Personality Science” en 2018, las personas solteras pueden experimentar niveles más altos de autenticidad en comparación con las personas románticas y que pueden tener mayor claridad de identidad y metas personales. Un consuelo absurdo y un comentario chistoso, un cóctel amargo que en nada cambia tu situación —solterón empedernido—. Te tomas un yogur y te duermes en el sofá, son las doce y media, la película ha terminado. Todo está por medio. Suena el despertador, son las cinco y treinta. Empieza el día.


John Galls. Septiembre 2023