Era un domingo cualquiera. Reunión familiar de siete hermanos con algunos cuñados, cuñadas y cinco o seis nietos más una bisnieta. Yo, como siempre, llegando justo antes del almuerzo. Todos vociferan como si estuvieran en un bar lleno de gente. La pequeña, la bisnieta de Pepe, revolcándose por el suelo. Sus manos pintorreadas, la ropa llena de lamparones, moño alto y zapatos rotos. El abuelo —bisabuelo de la niña y mi padre— sentado en el sillón sin apenas moverse, mas que para beber vino y comer. El resto del tiempo dormitando, y si no es así, gruñendo. El hombre tiene 91 primaveras, dice que está cansado de vivir, al tiempo que pide fuego para otro cigarrillo.
En el camino a la casa de mis padres, mientras conduzco con pereza, voy pensando que no me apetece ir, pero voy. Es una obligación autoimpuesta, tal vez muy influenciada por la ausencia de mi madre, no sé, la verdad, no lo tengo claro. Lo que si tengo por seguro, es que voy a un lugar —la casa de los viejos, como decimos entre hermanos— a pasar un mal rato, pero voy. Está situada al sur de la capital, en un barrio residencial, cerca del estadio del Betis. La casa es amplia, con patio delantero, terraza y sótano.
La cosa pinta fea. A ver, llevaba unos días revueltos, con pensamientos negativos, durmiendo mal, con ganas excesivas de no estar en casa. En ocasiones me sudan las manos, me pica muchísimo la dermatitis, me caen mal la mayoría de las comidas y la melatonina antes de dormir, poco efecto me produce. Así que mis noches son largas y tenebrosas, de muchas vueltas en la cama y a la cabeza. Un bullicio incesante, bombardeo de pensamientos cada cual peor y que siempre van más allá de lo que es real, de lo razonable y de lo objetivamente preocupante. Aunque es preocupante, la verdad.
Dice Lourdes en consulta, a la que voy cada veinte o treinta días, que tengo mi niño interior muy alterado y lleno de miedos que se hacen grandes al tiempo que yo empequeñezco y lo paso mal con todos estos síntomas. Me dice que tengo que afrontar esos miedos y madurarlos. —¿Pero como coño lo hago?. En fin y yendo al grano, esta huida mía hacia, no sé donde, me provoca conflictos de casi todo tipo. Por ejemplo, en casa, con los niños, me vuelvo excesivamente disciplinado y locuaz, como si fuese su maestro, más aún que su madre, que sí que lo es. Soy mucho más racional y razonable que de costumbre, no soy el “yo auténtico”, el impulsivo, el vehemente, el apasionado permanente.
Volviendo a la casa de mis padres y a los domingos