Irresistible tentación y condena eterna,
Muerte instantánea de pasión secreta.
Huracán atroz, mirada sincera
Irresistible tentación y condena eterna,
Muerte instantánea de pasión secreta.
Huracán atroz, mirada sincera
La huida del miedo. John Galls
Era un domingo cualquiera. Reunión familiar semanal de siete hermanos, algunos cuñados y cinco o seis nietos más una bisnieta. Yo, como siempre, llegando justo antes del almuerzo. Todos vociferan sin reparo, tal que estuvieran en un bar repleto de gente. La pequeña, la bisnieta de Bonet, revolcándose por el suelo. Sus manos pintorreadas, la ropa llena de lamparones, moño alto y zapatos rotos. La madre de la niña —una joven de veintidós años—, continúa con el móvil sin prestar atención a su hija —me enfurece la situación, pero sigo en silencio—. El abuelo —bisabuelo de la niña y mi padre— sentado en el sillón sin apenas moverse y si lo hace es para beber un vaso de vino y picotear algo. El resto del día dormitando, y si no es así, gruñendo. El hombre tiene noventa primaveras y dice que estar cansado de vivir al tiempo que pide fuego para otro cigarrillo.
En el camino a la casa de mis padres, mientras conduzco con pereza, pienso que no me apetece ir, pero voy. Es una obligación autoimpuesta, tal vez muy influenciada por la ausencia de mi madre, no sé, la verdad, no lo tengo claro. Lo que si es seguro es que voy a un lugar —la casa de los viejos, como decimos entre hermanos— a pasar un mal rato. Está situada al sur de la capital, en un barrio obrero, cerca del campo de futbol —del que dicen que es el mejor de la ciudad—. La vivienda es amplia, cuatro habitaciones, enorme salón, un patio delantero, otro trasero, una terraza y un sótano. Parece una casa de pueblo de colonización.
La cosa pinta fea. A ver, llevaba unos días revueltos, con pensamientos negativos, durmiendo mal, con ganas excesivas de no estar en casa. En ocasiones me sudan las manos, me pica muchísimo la dermatitis, me caen mal la mayoría de las comidas y además la melatonina antes de dormir, no me produce el efecto deseado. Así que mis noches son largas y tenebrosas, de muchas vueltas en la cama y mi cabeza es un bullicio incesante, un bombardeo de pensamientos cada cual peor y que siempre van más allá de lo que es real, de lo razonable y de lo objetivamente preocupante. Aunque es alarmante, la verdad.
Lourdes, en consulta a la que voy de vez en cuando —para recibir terapia por el duelo de mi madre—, dice que tengo mi niño interior muy alterado y lleno de temores que se hacen grandes al tiempo que yo empequeñezco y que por ello lo paso mal–lo sé—. Debes afrontar esos miedos y madurarlos. —¿Pero como cojones lo hago?. Otra de sus conclusiones es que tengo el síndrome del padre ausente. Supongo que está en lo cierto. Mi padre es un buen hombre, trabajador y responsable, pero poco atento con tantos hijos. Cuando yo era pequeño estaba siempre fuera de casa y no recuerdo que me diera un abrazo, un beso, una caricia. Pero en fin, y yendo al grano, esta huida mía hacia no sé donde, me provoca conflictos de casi todo tipo, además de estrés, ansiedad e insomnio.
Esta preocupación constante, permanente estado de alarma, es agotadora. Es una sensación de confusión de lo que es real e imaginario. En casa, con los niños, me vuelvo disciplinado y locuaz. En el trabajo serio, taciturno y poco comunicativo.
Volviendo al hogar familiar y los domingos. Este fin de semana estábamos mis tres hermanas, y mi hermano, el mayor–soltero—, la bisnieta, y mis dos hijos. Sentí angustia, por mis próximas visitas; al médico de cabecera —resultados de analítica— y al dermatólogo —revisión rutinaria—. Esto, junto a una tremenda inquietud, por la salud de mi hermana (tal vez intuición), me producía entrar en el bucle del agobio. Ella se operó hace siete años de cáncer de mama, y ya entonces sufrimos muchísimo. Al principio con la incertidumbre del diagnóstico, después con las sesiones de los fuertes tratamientos. Afortunadamente, lo superó como una campeona. Pero ahora, olvidado casi por completo, todo aquel mal trance, nos da la sensación de que algo parecido nos acecha.
—Antón —grité con fuerza—, ¿ese dolor en la espalda desde cuándo lo tienes?
—Hace unas semanas—contestó mientras seguía apoyando su barbilla en la mano izquierda—. Ya me han hecho una resonancia y estoy esperando el resultado. —No levantaba la cabeza—. Supongo que es de una caída que tuve limpiando el patio y regando las macetas.
—¿Para qué haces esfuerzos? —volví a gritar—. Cuídate y evitar coger peso. Ese brazo no puedes forzarlo. Tiene cuatro hijos, dos hijas que le ayudan, aunque menos de lo que necesita, y dos hijos, estos siempre fuera de la ciudad por motivos laborales.
Se palpaba tensión pesimista (y esta vez colectiva) y sibilina, todos sabíamos lo que nos preocupaba, callábamos, pocas bromas, pocas ganas de nada, con caras serias y semblante afligido. Yo además cargaba con mis dos “importantes” preocupaciones (exageradas pero reales) sobre mis hombros. Cabizbajo, apático, con ganas de llorar y soltar toda la presión y la angustia que me apretaba el pecho. Sin apetito, sin fuerza para hablar. Pero fingí, me armé de valor, me levanté y haciendo el papel de hombre razonable, fuerte y disciplinado, me puse a dar agua a los niños. Serví una copa de vino a mi padre y un par de cervezas sin alcohol para quien las quisiera tomar. Empecé a calentar la olla del potaje.
—Silvia, ayúdame poner unas tapas, aceitunas y queso. Encendí la televisión y puse las noticias y esto nos distrajo y relajó la tensión o la desplazó a otro escenario.
Desde pequeño he querido estudiar, aprender y leer a todos y de todo. Si por algún motivo, la gente de mi entorno, me hablan de algún escritor, filósofo, creador que me es desconocido, allí que voy y me estudio. Todo enriquecimiento intelectual me ayuda. Arthur Schopenhauer es uno de mis aprendizajes más recientes. Empecé leyendo “La cura de Schopenhauer” (de Irving D.Yalon), interesante lectura que me recomendó Lourdes en consulta. Pero continué haciendo averiguaciones sobre su vida, sus influencias, sus obras. Filósofo alemán peculiar y uno de los más brillantes del siglo XIX, el máximo representante del pesimismo filosófico. Me embaucó como un pez a un anzuelo. Me venía como anillo al dedo, contribuía a describir mi situación emocional, me ayudaba a entender la vida, la situación de mi familia, la de mi entorno… Mi existencia, mi ser. Al igual que Gustavo Adolfo Bécquer, en la poesía y literatura española, Schopenhauer tuvo un impacto póstumo en algunas disciplinas. Me quedé asombrado cuando, buscando en internet, comprobé que sus obras habían influido en personas como Friedrich Nietzsche, Erwin Schrödinger, Albert Einstein, Sigmund Freud, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Jorge Luis Borges, Richard Wagner, Franz Kafka, Thomas Mann. Impresionante, sin duda. Pero ninguno americano del norte.
En definitiva, los aprendizajes obtenidos de las lecturas de algunos de estos grandes pensadores, y otros no mencionados, me han ayudado a canalizar mis pensamientos en situaciones de estrés emocional extremo.
Esta inquietud es como encontrar remedio a los miedos de mi niño interior, calma del adulto abrumado y arrollado por las circunstancias descontroladas de una vida en constante ebullición… Es una justificación a la necesidad de búsqueda permanente de no sé qué. O tal vez, sea una huida de algún lugar, físico o mental, que me perturba. Sea lo que sea, esta angustia, es mi motor intelectual, generador de la necesidad de aprender a vivir o entender la vida o la muerte.
Con toda esta nebulosa perspectiva y turbio horizonte, decidí matricularme en un curso de escritura creativa de la Universidad de Sevilla. Llevaba años escribiendo cosas; unas poesías, un verso libre, un autorretrato poético, un relato breve creado de, por ejemplo, una imagen de un periódico o partiendo de tres palabras elegidas al azar, etc. En otras ocasiones, escribir como terapia, por la muerte de alguien, por la perdida de alguna amistad especial, por alguna situación social o política. Todo, a mi modo de ver y sin que nadie me diera las más mínimas indicaciones de por donde “tirar”, para escribir, con continuidad, con orden y siguiendo unos parámetros. Eso sí, he escuchado podcast, he visto videos en YouTube, sigo a escritores en Instagram, e incluso he comprado algún manual de: “Cómo escribir un libro”. Esta nueva aventura del aprendizaje me va a enriquecer, me va a completar el plano, a dar luz a mis oscuridades, a enseñar a ser más feliz y a reír, aunque sigan existiendo los problemas. La vida no es un problema, la vida es bella, es una experiencia maravillosa, un cúmulo de cosas positivas y otras no tanto, pero que todas suceden por algo y nos enseñan algo: vivir y ser feliz a pesar de los pesares.
Sara y yo salíamos a comer fuera, como cada sábado desde que vivimos juntos. Ese día, queríamos estar tranquilos y disfrutar de una noche estrellada de verano. Nada de ir a bailar en la discoteca del pueblo, ni mucho menos de ir a cantar en el bar “La nube” donde hay un karaoke. Este bar está en San Cristóbal, el pueblo de al lado. Ya estábamos preparados y en el momento en que cerrábamos el cancelín del patio, recibí una llamada de Julia, una de las hermanas de Sara.
—Sí, Julia ¿Dime?.
—¡¡Oye!!, ¿qué os parece si nos vemos y cenamos fuera?, así evitamos el rollo que para nosotros es cocinar. A Julia y a mí, no nos gusta cocinar.
—¡Con gestos consulté con Sara y ella me dijo! Ok con el pulgar hacia arriba!.
Perfecto contesté.
—Pues chicos, en unos 10 minutos os recogemos.
Efectivamente, a las 21:07, ocho minutos después, aparecieron las luces llamativas del todoterreno de Jorge. Al llegar nos saludamos cortésmente. Sara, al ver a Jorge, cambió el semblante, se quedó pálida y empezó a llorar. Jorge tenía un gesto de preocupación, un gesto sibilino y extraño. Algo que es poco frecuente en él. Este Jorge solía ser un locuaz y petulante “ejemplar” y en esa ocasión estaba muy callado y serio. Julia y yo nos miramos sorprendidos por la situación.
—¿Qué pasa Sara? Pregunté. Y sin dar una respuesta, Sara huyó a tiempo de mi mirada inquisitiva. No te escondas por ¡Dios!. Y volví a preguntar: ¿qué está pasando? ¿Algún problema que debamos saber?. No respondió. La incomodidad nos inundó, la tensión se palpaba, estaba presente, se podía tocar y sentir, era el quinto ocupante de aquel apestoso coche.
—Nos hemos “liado”… Dijo Jorge al fin, con un tono seco y pedante.
—Me quedé, atónito, anonadado… Sin palabras. La angustia y la impotencia estaban apaleando el alma. Desistí de todo y volví para subir a casa. La noche me atrapaba y solo me quedaba una opción: trasnochar sin remedio alguno. Hay que vivir arriesgando y morir por amor, esas eran dos de mis premisas filosóficas. Y efectivamente estuve toda la noche dándole vueltas a lo que había sucedido. En el fondo sabía qué podía pasar. Después de ello, fui incapaz de perdonar a Sara. Tal vez fue más culpa mía que de ella, no lo sé, la verdad, no lo tenía claro.
Han pasado dos años y muchas otras cosas. Ahora, Julia y yo, nos reímos y lo vemos anecdótico, pero aquello y lo de “vivir arriesgando y morir por amor” nos hizo mucho daño.
Los cuatro aprendimos a amar desde el corazón y no desde la razón.
A Julia y a mí, toda esta experiencia nos ha dado, nuestro hermoso amor, algo que antes era imposible. Todo lo sucedido nos hizo olvidar el dolor del desamor y con nuevas ilusiones tejer premisas, ideas que nos permiten despedir a los amores con gratitud y empatía.
Autorretrato noviembre 2022
Alzaba la mirada, una y otra vez
Alzaba la mirada para fingir, pero sin saberlo hacer.
Parecía poseído, parecía fuera de control,
sobre los hombros, sobre el alma, mucho peso y mucho dolor
Tira los harapos, tira las cadenas,
Tirarlos al mar.
Haz de tu lucha un poema,
de tu poema una bandera,
de tu bandera un altar.
¡¡Ay, caminante…! ¡Tanto caminar!!
Ponte frente al espejo
y no me niegues que ves….
Que ves un ser distinto,
un caminante, caminante sobre un mar de nubes,
nubes en alta mar.
Caminante en tu camino es hora de disfrutar,
Disfrutar de tu estilo, de tu estilo al caminar,
tu elegancia, tus sueños, tus sueños en el mar.
¡¡Ay, caminante…! ¡Tanto caminar!!
Tus ojos son aceitunas
con ribetes de azabache
son la mirada de un niño,
son la esperanza y la fortuna.
Tus miradas son estrellas, estrellas en alta mar
son luceros, son tu guía, tu guía al caminar.
Son tus lágrimas, suspiros, suspiros que van al mar
Tus sonrisas son un guiño,
son bocados de futuro,
son las puertas de las entrañas,
son las entrañas de tu alma,
tu calma al callar
Son tus labios fuego vivo,
ardientes brasas de pasión y olvido,
son ventanas al camino,
el camino que te ha de llevar,
al infinito al caminar
¡¡Ay, caminante…! ¡Tanto caminar!!
Son tus manos, gaviotas, gaviotas en alta mar,
son gaviotas de terciopelo, que dibujan al volar,
corazones en la noche y en tu largo caminar
Son tus manos las llaves del alma,
son capaces raptar la belleza,
la belleza entre tanta oscuridad
¡¡Ay, caminante…! ¡Tanto caminar!!
Tienes aspecto misterioso,
de bohemio y soñador
no tengas prisa por vivir
Solo déjate sentir…
El aire del camino… Del camino que has de seguir
¡¡Ay, caminante…! ¡Tanto caminar…!!
¡¡… caminar en alta mar!!
Noviembre 2022.
Adila y la vuelta
La posición de las manos, arrugadas y secas, hacía las veces de un trípode al fotógrafo que quiere sacar la foto perfecta, el enfoque exacto. Tenía los dedos llenos de anillos y en las muñecas pulseras. En su rostro, la mirada era directa e inefable, esbozaba un gesto de amabilidad, amor y gratitud. El pelo recogido por un “topí”.
Adila, madre de ocho hijos, estaba sentada frente al espejo de la alcoba, detrás, de fondo, un telar púrpura. Junto a la cama con dosel, había un baúl con objetos. Las paredes de color beige; las telas de la cama; las alfombras y las cortinas, que junto con el mobiliario; vivo en formas y colores, hacían que el momento estuviera envuelto en halo especial. La habitación transmitía sensaciones placenteras, con encanto.
Adila se había sentado un instante a descansar del ajetreo de los últimos días. Eran los primeros días de noviembre, ya hacía dos años de la marcha de Nabil. Estas circunstancias la tenían últimamente muy alterada.
El joven Mohamed, el menor de ellos, de 12 años de edad, acababa de llegar de la tienda de alfombras de la familia. Con la calma y amabilidad que le caracterizaba, besó en la mejilla a su madre.
—¡Madre!, Otra vez estás muy pensativa. ¿Estás bien?.¿Lo echas mucho de menos?.
— Sí, contestó ella.
—Tranquila, repuso él— papá estará contento donde quiera que esté, y sabe que nos cuidaremos.
Siguió sentada, con la mirada quieta, como ausente y divagando entre nostalgias y recuerdos. Muy confundida. No dijo nada más, pero se podía percibir los pensamientos de preocupación. Mohamed, tenía mucha empatía, y la sensibilidad de él, le hacían tener una fuerte conexión con Adila. Intuía con bastante certeza que su madre estaba satisfecha, aunque preocupada y triste. Ella nunca perdía la sonrisa.
El sol estaba cayendo, y por la ventana entraban los últimos rayos de luz del día. La habitación se oscurecía, pero aún se veían los fuertes colores de las cortinas.
Nada sería igual que antes. La guerra había terminado. Youssouf fue un buen padre, un cariñoso marido y un excelente compañero.
Meses después. Nabil entró sin llamar, sin hablar, mucho más delgado, sus ojos tristes. Sus lamentos, sus lágrimas y su dolor, eran incontenibles. Se abrazaron con fuerza. ¡¡No pude estar en su adiós, cuanto lo siento!!
—Ella lo miró.