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domingo, 26 de marzo de 2023

La huida del miedo. John Gall

La huida del miedo. John Galls


Era un domingo cualquiera. Reunión familiar semanal de siete hermanos, algunos cuñados y cinco o seis nietos más una bisnieta. Yo, como siempre, llegando justo antes del almuerzo. Todos vociferan sin reparo, tal que estuvieran en un bar repleto de gente. La pequeña, la bisnieta de Bonet, revolcándose por el suelo. Sus manos pintorreadas, la ropa llena de lamparones, moño alto y zapatos rotos. La madre de la niña —una joven de veintidós años—, continúa con el móvil sin prestar atención a su hija —me enfurece la situación, pero sigo en silencio—. El abuelo —bisabuelo de la niña y mi padre— sentado en el sillón sin apenas moverse y si lo hace es para beber un vaso de vino y picotear algo. El resto del día dormitando, y si no es así, gruñendo. El hombre tiene noventa primaveras y dice que estar cansado de vivir al tiempo que pide fuego para otro cigarrillo.  


En el camino a la casa de mis padres, mientras conduzco con pereza, pienso que no me apetece ir, pero voy. Es una obligación autoimpuesta, tal vez muy influenciada por la ausencia de mi madre, no sé, la verdad, no lo tengo claro. Lo que si es seguro es que voy a un lugar —la casa de los viejos, como decimos entre hermanos— a pasar un mal rato. Está situada al sur de la capital, en un barrio obrero, cerca del campo de futbol —del que dicen que es el mejor de la ciudad—. La vivienda es amplia, cuatro habitaciones, enorme salón, un patio delantero, otro trasero, una terraza y un sótano. Parece una casa de pueblo de colonización.  


La cosa pinta fea. A ver, llevaba unos días revueltos, con pensamientos negativos, durmiendo mal, con ganas excesivas de no estar en casa. En ocasiones me sudan las manos, me pica muchísimo la dermatitis, me caen mal la mayoría de las comidas y además la melatonina antes de dormir, no me produce el efecto deseado. Así que mis noches son largas y tenebrosas, de muchas vueltas en la cama y mi cabeza es un bullicio incesante, un bombardeo de pensamientos cada cual peor y que siempre van más allá de lo que es real, de lo razonable y de lo objetivamente preocupante. Aunque es alarmante, la verdad.


Lourdes, en consulta a la que voy de vez en cuando —para recibir terapia por el duelo de mi madre—, dice que tengo mi niño interior muy alterado y lleno de temores que se hacen grandes al tiempo que yo empequeñezco y que por ello lo paso mal–lo sé—. Debes afrontar esos miedos y madurarlos. —¿Pero como cojones lo hago?. Otra de sus conclusiones es que tengo el síndrome del padre ausente. Supongo que está en lo cierto. Mi padre es un buen hombre, trabajador y responsable, pero poco atento con tantos hijos. Cuando yo era pequeño estaba siempre fuera de casa y no recuerdo que me diera un abrazo, un beso, una caricia. Pero en fin, y yendo al grano, esta huida mía hacia no sé donde, me provoca conflictos de casi todo tipo, además de estrés, ansiedad e insomnio. 


Esta preocupación constante, permanente estado de alarma, es agotadora. Es una sensación de confusión de lo que es real e imaginario. En casa, con los niños, me vuelvo disciplinado y locuaz. En el trabajo serio, taciturno y poco comunicativo.  


Volviendo al hogar familiar y los domingos. Este fin de semana estábamos mis tres hermanas, y mi hermano, el mayor–soltero—, la bisnieta, y mis dos hijos. Sentí angustia, por mis próximas visitas; al médico de cabecera —resultados de analítica— y al dermatólogo —revisión rutinaria—. Esto, junto a una tremenda inquietud, por la salud de mi hermana (tal vez intuición), me producía entrar en el bucle del agobio. Ella se operó hace siete años de cáncer de mama, y ya entonces sufrimos muchísimo. Al principio con la incertidumbre del diagnóstico, después con las sesiones de los fuertes tratamientos. Afortunadamente, lo superó como una campeona. Pero ahora, olvidado casi por completo, todo aquel mal trance, nos da la sensación de que algo parecido nos acecha.   


—Antón —grité con fuerza—, ¿ese dolor en la espalda desde cuándo lo tienes?

—Hace unas semanas—contestó mientras seguía apoyando su barbilla en la mano izquierda—.  Ya me han hecho una resonancia y estoy esperando el resultado.  —No levantaba la cabeza—. Supongo que es de una caída que tuve limpiando el patio y regando las macetas.  

—¿Para qué haces esfuerzos? —volví a gritar—. Cuídate y evitar coger peso. Ese brazo no puedes forzarlo. Tiene cuatro hijos, dos hijas que le ayudan, aunque menos de lo que necesita, y dos hijos, estos siempre fuera de la ciudad por motivos laborales.  


Se palpaba tensión pesimista (y esta vez colectiva) y sibilina, todos sabíamos lo que nos preocupaba, callábamos, pocas bromas, pocas ganas de nada, con caras serias y semblante afligido. Yo además cargaba con mis dos “importantes” preocupaciones (exageradas pero reales) sobre mis hombros.  Cabizbajo, apático, con ganas de llorar y soltar toda la presión y la angustia que me apretaba el pecho. Sin apetito, sin fuerza para hablar. Pero fingí, me armé de valor, me levanté y haciendo el papel de hombre razonable, fuerte y disciplinado, me puse a dar agua a los niños. Serví una copa de vino a mi padre y un par de cervezas sin alcohol para quien las quisiera tomar. Empecé a calentar la olla del potaje.

—Silvia, ayúdame poner unas tapas, aceitunas y queso. Encendí la televisión y puse las noticias y esto nos distrajo y relajó la tensión o la desplazó a otro escenario.  


Desde pequeño he querido estudiar, aprender y leer a todos y de todo. Si por algún motivo, la gente de mi entorno, me hablan de algún escritor, filósofo, creador que me es desconocido, allí que voy y me estudio. Todo enriquecimiento intelectual me ayuda. Arthur Schopenhauer es uno de mis aprendizajes más recientes. Empecé leyendo “La cura de Schopenhauer” (de Irving D.Yalon), interesante lectura que me recomendó Lourdes en consulta. Pero continué haciendo averiguaciones sobre su vida, sus influencias, sus obras. Filósofo alemán peculiar y uno de los más brillantes del siglo XIX, el máximo representante del pesimismo filosófico. Me embaucó como un pez a un anzuelo. Me venía como anillo al dedo, contribuía a describir mi situación emocional, me ayudaba a entender la vida, la situación de mi familia, la de mi entorno… Mi existencia, mi ser. Al igual que Gustavo Adolfo Bécquer, en la poesía y literatura española, Schopenhauer tuvo un impacto póstumo en algunas disciplinas.  Me quedé asombrado cuando, buscando en internet, comprobé que sus obras habían influido en personas como Friedrich Nietzsche, Erwin Schrödinger, Albert Einstein, Sigmund Freud, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Jorge Luis Borges, Richard Wagner, Franz Kafka, Thomas Mann. Impresionante, sin duda. Pero ninguno americano del norte.

En definitiva, los aprendizajes obtenidos de las lecturas de algunos de estos grandes pensadores, y otros no mencionados, me han ayudado a canalizar mis pensamientos en situaciones de estrés emocional extremo. 

Esta inquietud es como encontrar remedio a los miedos de mi niño interior, calma del adulto abrumado y arrollado por las circunstancias descontroladas de una vida en constante ebullición… Es una justificación a la necesidad de búsqueda permanente de no sé qué.  O tal vez, sea una huida de algún lugar, físico o mental, que me perturba. Sea lo que sea, esta angustia, es mi motor intelectual, generador de la necesidad de aprender a vivir o entender la vida o la muerte.  


Con toda esta nebulosa perspectiva y turbio horizonte, decidí matricularme en un curso de escritura creativa de la Universidad de Sevilla. Llevaba años escribiendo cosas; unas poesías, un verso libre, un autorretrato poético, un relato breve creado de, por ejemplo, una imagen de un periódico o partiendo de tres palabras elegidas al azar, etc. En otras ocasiones, escribir como terapia, por la muerte de alguien, por la perdida de alguna amistad especial, por alguna situación social o política. Todo, a mi modo de ver y sin que nadie me diera las más mínimas indicaciones de por donde “tirar”, para escribir, con continuidad, con orden y siguiendo unos parámetros. Eso sí, he escuchado podcast, he visto videos en YouTube, sigo a escritores en Instagram, e incluso he comprado algún manual de: “Cómo escribir un libro”.  Esta nueva aventura del aprendizaje me va a enriquecer, me va a completar el plano, a dar luz a mis oscuridades, a enseñar a ser más feliz y a reír, aunque sigan existiendo los problemas. La vida no es un problema, la vida es bella, es una experiencia maravillosa, un cúmulo de cosas positivas y otras no tanto, pero que todas suceden por algo y nos enseñan algo: vivir y ser feliz a pesar de los pesares.