La memoria de tu olvido (II)
El eco del concierto de aquella noche se desvanecía, dejando un silencio que amplificaba el peso de la carta, aún cerrada. La luz de la lámpara del hotel dibujaba sombras enfermas en las paredes. Sentado al borde de la cama, Enrique sostenía la carta como si se quemara con ella. Miraba de soslayo por el ventanal, donde la ciudad se callaba bajo un laberinto infinito de luces difusas. Sus dedos temblaban, su mente divagaba y lo arrastraba una y otra vez a las huellas de sus recuerdos. El portazo sonó de nuevo. El adiós de Eva, ardía en su pecho.
Los gritos estallaron en mil pedazos y cayeron al suelo. Tenía los puños tan apretados que sus uñas parecían garras clavadas en la piel. Cada palabra de su padre era una puntilla oxidada perforándole el cráneo.
—Mientras vivas aquí… —Harás lo que yo diga —gruñó apretando los dientes—. Eres menor. ¡Y punto! —Su voz tronó como la de un militar cabreado. Sus ojos echaban chispas. Sus manos enormes —como puertas cerrándose— imponían una ley muda. No había más que una salida: huir.
—Soy libre. No soy vuestra propiedad. Sé cuidarme. No os necesito. Esta casa es una puta cárcel —escupió al suelo con desprecio y clavó en su madre una mirada de puro reproche. Ella se quedó inmóvil, de brazos cruzados, como el rostro de La Gioconda; inexpresiva, hermética y ajena al dolor masticable.
—Aquí se hace lo que toca —dijo, sin apartar la vista del telediario—. Tus hermanos no protestan. Cumplen y no dan problemas.
El aire se convirtió en un metal fundido, irrespirable, pesado como un tapicero. Se respiraba incomprensión, palabras ahogadas, pensamientos encarcelados. Enrique, se sentía como un león enjaulado, impotente y rabioso. Tragó saliva. El silencio se alargó como una condena injusta. Y entonces lo dijo, como si disparara:
—¿Sabéis qué? Me largo. Y jamás volveré. Por la virgen del Pilar.
Agarró su chaqueta de cuero negro y pegó un portazo tan fuerte que la imagen de la Virgen cayó al suelo. La fe en esa casa se partió en mil pedazos.
Ese golpe fue un cruel adiós. La adrenalina era un río desbordado. Descendió por las escaleras con su mochila negra y su guitarra.
La luz del rellano se apagó tras de él, como si la casa lo escupiera a la calle a un nuevo mundo. Los pasos resonaban con rabia en el hueco entre los pisos. Su silueta se disolvió en la oscuridad. Ya en la calle, encendió un cigarrillo. Estaba temblando. Se sentía un exiliado. Un fugitivo sin crimen, con la culpa pegada al cuerpo. La travesía de su desierto, empezaba en ese instante.
“He hecho lo correcto. Lo sé. Estoy seguro. No me arrepiento. Ese hombre me oprime el alma, maldito sea, me asfixia desde que tengo memoria. Parece que su miedo se ha metido en mi sangre. ¿Me parezco a él?, ¡dios no!
En esa casa no se habla; se obedece. Toca joderse. Sí, Enrique, has hecho bien.
¿Y ahora que está grave y enfermo, tampoco es amable con la vida? Seguro que espera que yo vuelva, como un hijo ejemplar, como si el puto cáncer borrara el daño.
No voy a perdonar por compasión. No me enseñaron ese método. Me enseñaron el suyo.
¿Y ella?”, quieta sin mover un dedo. Seguro que cree que vuelvo. Le rezará a la virgen.
No sé, igual algún día… no sé cuándo… Pero algún día podré, si vive, volveré para mirarlo a la cara y decirle que no soy como él, que sé perdonar sin gritar. Ese día tardará”.
El aire estaba helado. Caminó un buen rato, sin rumbo, solo guiado por las estrellas del cielo de noviembre. Una voz conocida pareció hablarle en la oscuridad. Se giró con rapidez, pero no vio a nadie. Un gato merodeaba los cubos de basura en un callejón con luces amarillentas.
Bordeó el parque Miraflores, los columpios rechinaban en el silencio, después pasó por la puerta de su antiguo colegio “Santa Ana”. Sonrió al ver las pintadas obscenas, desafiantes y provocadoras. “Las monjas estarán cabreadas”. El viento le golpeó la melena con la misma brusquedad con la que dio el portazo. Divagó entre las palabras de su padre, la indiferencia de su madre, y el tarareo de la letra de la que estaba escribiendo: “Entre dos tierras estás/Y no dejas aire que respirar, oh, oh/ Entre dos tierras estás/Y no dejas aire que respirar”.
Llegó a la calle San José. La sala “Bruto” seguía abierta y con su peculiar olor a tabaco, a rancio, y a humedad casi como podía masticarse. Las luces eran tenues, casi cansadas y como si tuvieran resaca. A pesar de todo, era su refugio. Se sentía a salvo del ruido del mundo en el que parecía no tener sitio. Pidió una cerveza y le dio un sorbo largo. El camarero observó algo extraño en Enrique, parecía que no miraba a nada.
—Tío, tienes mala cara. ¿Te pasa algo? ¿En qué lío te has metido hoy?
—Hoy en ninguno. Simplemente, me he largado de casa —dijo con desdén—. No sé dónde dormir esta noche. No sé qué cojones voy a hacer con mi vida.
—Tranquilo. El mundo no se acaba esta noche. Por mí no hay problemas en que te quedes en el almacén. No es un NH —bromeó— pero hace menos frío que ahí fuera. Tengo una manta y agua. La cerveza está agotada —sonrió dándole un golpecito en el brazo.
—Gracias, tío.
—Es lo que hay, niñato —sonrió.
Los días fueron de precariedad. Noches encadenadas de sofás prestados, del suelo del local de ensayo, con las paredes desconchadas, y ese olor a silencio en la noche. Siempre acompañado de su mochila negra, su libreta con tachones, letras rotas y la vieja guitarra de su padre. Sus noches de insomnio, no estaban vacías, por el contrario, era un escritorio de inspiración y futuro, de esperanza y serenidad. Allí se germinaba algo, no la salvación, pero sí la luz de un mañana mejor.
Sobrevivía con trabajos ocasionales y mal pagados; de camarero, de recogedor de vasos, de animador de niños, lo que saliera que le ayudara a mantenerse. Vivía a base de latas de cervezas baratas, de comidas rápidas y de la generosidad de sus amigos. Tan solo su guitarra era cierta y amable y lo acompañaba en el viaje de sus sueños: hacer música. Siempre estaba dispuesto a tocar con cualquier grupo en cualquier local. Un día de batería con “Proceso Entrópico”, otro de guitarrista con “Zumo de Vidrio”. No importaba el nombre, importaba sino hacer ruido.
En medio del caos, la música seguía siendo su único anclaje.
Empezó a tocar en baretos y antros de mala muerte.
La gente escuchaba mientras cantaba con la furia, el hambre y la necesidad de alguien que tiene algo que demostrar.
—Tu voz es potente, como el grito de un alma rota en el infierno, Enrique —dijo Pedro, mientras le daba una palmada en la espalda a su compañero de banda y de miseria, el bajista.
—Lo conseguiremos. Tenemos mucha hambre de éxito.
Enrique no respondió. Solo apretó los dientes. Seguía creyendo en eso.
En abril de 1984 se celebró la “I Muestra de Pop, Rock y otros Rollos”. Tras esa experiencia, llegaron las actuaciones en los pueblos cercanos y las grandes salas de la ciudad. Su primera maqueta cayó en manos del locutor de moda, Cachi, quien no dudó en ponerla en cada uno de sus programas.
“—Y ahora, para todos ustedes, en Radio Zaragoza, vamos con una de esas joyas del rock emergente de aquí, y para el futuro, de unos jóvenes con muchos sueños imparables. Ellos marcarán un antes y un después. Estoy seguro.
Esto que suena es: “El mar no cesa”, un temazo de Héroes del Silencio y de Enrique, aquel chaval que cantaba con el alma rota en los baretos de San José. Hoy suena para todos.
Porque a veces, el mar no cesa, pero uno aprende a nadar por amor a la música”.
En una esquina del local de ensayo, una vieja radio sonaba con interferencias. Pero se distinguía la voz de Enrique y la “Sirena Varada”… Todos callaron. Todos estallaron.
Enrique enmudeció.
Escuchar su voz fue un rugido silencioso. Una explosión de euforia y reconciliación con aquel joven que se marchó con un portazo. Se le vino la imagen perdida de su madre y el gesto de orgullo —severo— de su padre.
La fe que había tirado al suelo con un portazo, la recuperó de golpe. Por primera vez en mucho tiempo, dejó de gritar al vacío y tragándose las palabras, y ahora, al fin, su voz sonaba fuera. No sabía quién lo escuchaba, ni desde dónde, ni por qué, pero alguien estaba ahí. Ya no era un fantasma. Era él, y no tenía miedo de escucharse.
—Tío, nos llamaremos “La Leyenda” —sugirió Juan.
—Ni de coña, cojones —respondió Enrique con la borrachera encima—, seremos Apocalipsis.
—Siempre impones tu puta opinión. ¿Eso te lo enseñó tu “papá”?
—Exacto, —dijo con sarcasmo—. Soy el alma de este proyecto. Tú tocas la guitarra, que para eso estás, y a ver si siempre lo haces tan bien —soltó con ironía.
En casa, la tensión se podía cortar con un cuchillo; la preocupación y el hastío eran miembros de la familia como el gato Pepe, el ruido del televisor o el aroma del café recién hecho. Pero aquella música, aquella voz, aquel niño, estaban abriendo una grieta en la piedra del desánimo. No era una nueva herida, era una vieja esperanza que se negaba a morir.
—Está triunfando en la música. Hugo —La madre subió el volumen del transistor y escuchó en silencio—. A Enrique y su grupo lo ponen todos los días. ¿No te alegras por tu hijo? —dijo Esther temblando.
—Claro que sí. Estará más rebelde y orgulloso —balbuceó Hugo, mirando al vacío pero sin pasar las páginas del periódico—. Confío en poder hablar con él algún día cuando todo esto pase y el tiempo nos dé una oportunidad. Siempre estaré esperándolo —algo pequeño se movía en aquel cuadrado corazón de piedra.
La banda comenzaba a tener éxito, los conciertos se multiplicaban, el nombre Apocalipsis corría imparable por Zaragoza y el resto del país. No venía solo, también traía roces, conflictos, choques y decisiones difíciles por las palabras no dichas. Pero, Enrique, más allá de los focos y los aplausos, era consciente, con nitidez, de que había construido un grupo humano, una máquina de hacer música que solo funcionaba con el equilibrio de un líder moderado. Se adaptaría a las circunstancias. El pasado no podía gobernar el presente, ese ahora ardiente; el terreno fértil de la música y la poesía. Era consciente de que el pasado conflictivo formaba parte de su presente ruidoso. Debía tener un gesto, una tregua, no solo con sus compañeros, sino también con él y su familia. Él lo sabía.
No fue el azar, sino la persistencia; la tenacidad de un joven con carácter —rebelde hasta las entrañas, arriesgado, valiente y loco— lo que lo convirtió en el artista que llevaba dentro.
En Zaragoza, en 1987, triunfar en la música era una utopía, pero Apocalipsis, lo tenía claro. Enrique lo veía clarísimo, era su oportunidad y no la iba a dejar escapar. Fue entonces, cuando surgió la chispa adecuada.
La discográfica EMI apostó por ellos. Después de un concierto, un cazatalentos se les acercó con una mezcla de entusiasmo y convicción.
—Sin duda, Enrique tiene un cañón de voz. —dijo con altanería—. Y esas letras, con poesía y rock, directas y viscerales, son un caballo ganador. Os propongo un negocio. Lanzar un maxi con tres canciones. Pero… —dijo haciendo una pausa para dar una calada al cigarro— debéis de vender más de cinco mil copias.
Todos se giraron hacia Enrique sin saber qué decir. Esperando la respuesta de su carismático amigo.
—Creo que podemos hacerlo —dijo Enrique mirando a sus compañeros—. Esta oportunidad que nos brindas… no la vamos a perder.
Aquel desafío no solo era música. Enrique seguía en lucha por ganar el pulso a su padre, no era venganza, buscaba sentir su valía y competencia, más allá de la aprobación y el reconocimiento externo. Era, en lo más profundo, su necesidad de canalizar los sentimientos contenidos, de dar voz a su timidez e inseguridad. La música era un rayo de luz en la noche de la impotencia, un vehículo áspero, pero necesario para atravesar la angustia, y una forma de expresión de ese grito ahogado que reverberada constantemente. Quizás, tenía que enfrentarse de forma consciente a su yo roto y a sus emociones no resueltas del pasado. No era arrepentimiento. Quería el control consciente de sus emociones no resueltas y de su frustración. La música no podía ser solo un refugio cobarde, una huida, sino que tenía que ser una solución a su rabia y frustración. Las letras de sus canciones no buscaban el control consciente, sino que le revelaban, sin él saberlo del todo, aquello que realmente quería decir.
La cafetería era un bálsamo de paz, la inundaba un profundo olor a café y a bollería tibia. De fondo sonaba la música de Arde Bogotá. La luz se colaba por el escaparate y los transeúntes caminaban, pareciendo actores figurantes en un rodaje.
Enrique llegó tarde, lo habitual en los últimos meses. Eva lo miró con el ceño fruncido, cruzando los brazos con impaciencia.
Para él, la música lo era todo.
Para ella, él lo era todo.
—Lo siento muchísimo, Eva —hemos tenido problemas en los ensayos. También el lanzamiento del próximo álbum está muy cerca y estamos a tope de trabajo.
—¿Otra vez tarde, Enrique? Es lo de siempre —dijo con tranquilidad.
Él encendió un cigarro con calma antes de contestar. Eva suspiró y bajó la mirada al café humeante. Le costaba entenderlo. Cada vez era más difícil.
—Solo soy el tiempo que te sobra entre ensayo y ensayo —dijo Eva, dejando caer el dolor y la rabia con su voz.
—No es eso, Eva, tienes que entenderlo. Es un momento crucial en mi vida.
Las sinceras palabras la golpearon con fuerza. Lo intuía, pero no quería aceptarlo.
Apretó los labios, conteniendo las lágrimas, y se cubrió el rostro con las manos. En ese instante, se hizo vulnerable.
—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto? —preguntó con voz temblorosa e impotente.
Enrique le sostuvo la mirada. Por un instante, se sintió atrapado en el laberinto de su ser perturbado y de su realidad fragmentada, incansables compañeros de viaje. El miedo a la vulnerabilidad y su incapacidad de sostener vínculos personales a pesar de todo lo que sentía por Amaba a Eva —no tenía dudas— quien representaba la intimidad, la confianza, la fidelidad, y, sin embargo, también su espejo más difícil.
No había crueldad en sus ojos, sino una pesada carga de pensamientos rotos, cicatrices mal curadas, y silencios reprimidos por muros invisibles… Rumiaba su dolor, a pesar de que sabía que no podía dejarse llevar por ellos, tenía que elegir.
—No te prometo nada. No sé si puedo darte lo que necesitas —murmulló con un hilo de voz tenso que lo consumía.
Eva tragó saliva. Lo miró.
En aquella batalla sin nombres, el amor estaba perdiendo; el éxito y la vanagloria, avanzaban con paso firme encerrando a su víctima.
Y, aun así, en medio de aquel laberinto, estaba imperceptible la semilla de la esperanza, tozuda, persistente e irrazonable de la llama del amor que se niega a apagarse incluso cuando el viento sopla con fuerzas.
La popularidad asomaba por el horizonte de Enrique. Estaba, con cada paso, forjando su propio camino y demostrando que la decisión de marcharse de casa había sido fundamental para su desarrollo. Sentía que, aquel ambiente opresivo y de falta de entendimiento, habrían impedido el panorama de éxito que tenía por delante. A pesar de las batallas internas, la música seguía siendo su único anclaje, y una tenue, pero tozuda esperanza, un hilo rojo, que persistía en su interior susurrándole, que la comprensión y la comunicación aliviaban el tormento.
Ya lo conocían fuera de su ciudad, pero aquello, en el fondo, no significa casi nada. Todo podía derrumbarse en un instante. No había nada ganado. Seguían tocando con instrumentos de poca calidad, prestados o mal ajustados, y vivían al día, con más ilusión que certezas.
Y, sin embargo, y a pesar de todo, su debut en Madrid, en el festival de San Isidro, los lanzó a la palestra del panorama musical. La banda sonaba en todas las radios, escaló al número uno en los 40 principales. España quería conocer al grupo de moda: un huracán que arrasaba por donde iba.
Un día, Rafa, su hermano, apareció en el local de ensayo. Allí estaba Enrique con su habitual obsesión afinando su guitarra con la intensidad de alguien muy metódico, casi ajeno a lo que le rodeaba, como era su costumbre con la música.
—Hola, Quique. Te va bien —afirmó Rafa con calma y seriedad.
—Muy ilusionado, tío. Esto empieza a funcionar. Por fin —gritó—. Gracias por tu apoyo, te quiero mucho, hermano.
—Enrique, papá está bastante mal con su enfermedad. Deberías ir a verlo. Si no, al menos, llama a casa y habla con mamá. Lo están pasando mal.
Enrique apretaba los puños, la mirada vidriosa fijada en el suelo, sin parpadear. Sus manos temblorosas y un nudo en la garganta le impedían decir una sola palabra. Se esforzaba por respirar, su cara se contraía en una mueca de dolor, revelando la intensa lucha interna que lo mataba. Le dolía el pecho. La intranquilidad y es pugna silenciosa lo volvían a colocar en el centro del campo de batalla. Pero esta vez, su enemigo no solo era el recuerdo de su padre, sino la revelación de que el mismo se había convertido en el eco de esa distancia, de esa frialdad paterna que tanto daño le hizo. En su cabeza resonaban sin parar:
“Me hizo mucho daño. Siempre me repetía, una y otra vez:
’Ya no te creo. Porque no te entiendo.’
No era tan difícil… solo necesitaba escucharme un momento.
Tal vez era su miedo: a las drogas, a la delincuencia. O quizá… su falta de confianza en mí.
Y yo, tal vez no sea muy distinto a él. ¿Por qué lo evito? Quizás lo mejor sea dar la cara, mirar a los ojos del miedo, del silencio de las heridas y los reproches. Permanecer encerrado entre mis muros, no es la solución a nada. Mi orgullo, como el suyo, nos hieren el alma y nos separan”.
Al cabo de un rato, con melancolía, Enrique, con una suave voz, intentando ser firme para no delatar profunda vulnerabilidad, comentó:
—Rafa, ¿te acuerdas de cuando nos expulsaron del colegio El Salvador por la canción que decía: “que te jodan…”? Las monjas se enfadaron mucho. Aquella época fue la polla. Me flipaban los días de instituto con las lecturas de Kafka, Alberti, Nietzsche y Bécquer… Me han influido tanto. Él siempre se interesaba por la literatura y la filosofía. Teníamos buenas discusiones, casi nunca estábamos de acuerdo. Me gustaría que pudiéramos discutir de esa manera —sonrió— con respeto y de adulto a adulto, de padre a hijos. Tío, lamento todo el daño que he podido hacer. Pero no he sabido enfocarlo, no he sabido romper esta distancia que nos ha separado.
—Sí, lo recuerdo perfectamente. Papá nos echó una de sus riñas —fingiendo seriedad— pero mamá no nos quitó el bocata de cacao —comentó Rafa sonriendo—. Estaban compinchados. Por favor, habla con ellos, te están esperando.
—Rafa dile a mamá que la quiero mucho, que me perdone, y que voy a llamarla en pronto, pase lo que pase. De momento, no prometo ir a casa. Necesito tiempo para romper este círculo vicioso en el que estoy metido. Me arrepiento de haber sido tan orgulloso. Diles a los dos que lo siento.
Vi llorar a Enrique.
El lanzamiento del álbum “El mar no cesa” fue la confirmación… y también el peso de la responsabilidad. Ya estaba construido: el éxito, ese frágil castillo de naipes.
En unos meses habían vendido más de 150.000 copias. Se sentían imparables. Aún no eran un grupo consagrado, pero lejos quedaban ya los ensayos en los sótanos con olor a humedad.
La situación de la banda estaba marcada por los problemas de siempre: material y equipos obsoletos, altavoces cascados que crujían con cada cambio de volumen, cables gastados, enchufes mal empalmados, y los largos desplazamientos en furgonetas viejas. La guitarra de Juan chillaba más que una rata enjaulada. La batería de Rafa, a veces, sonaba como latón mal templado. En general, el sonido no alcanzaba la calidad que ellos merecían. El alquiler de los equipos no creaba milagros, sino que apenas maquillaba la crudeza del directo. Esta situación creaba tensión y desánimo en el grupo. Pedro, no soportaba más.
—Enrique, tenemos que mejorar esto ya. Es imposible dar los acordes como me gustaría hacerlo. Tío, haz algo, eres el único con dos cojones —dijo cabreado.
—Vale, no preocuparos más de la cuenta. Hablaré con nuestro representante para conseguir material decente y que suene como debe. Tíos, también me cabrea la situación. Pero tenemos que mantener el rumbo e ir paso a paso.
Como ya sabéis, la discográfica quiere que demos una rueda de prensa. La gente nos quiere conocer. Podemos hablar con ellos, ser amables y aceptarla, pero también podemos aprovechar para pedir ayuda con el material. ¿Qué os parece?
—Bien pensado, crack —dijo Juan—. Es perfecto.
—Me apunto. Adelante —gritó Rafa mientras asentía mirando a Pedro.
—Pedro, ¿qué opinas?
—¡No tengo nada que decir! ¡Somos un equipo! —y gritó—: ¡vamos!
Los chicos se sentían inseguros frente a los focos y los micrófonos. Iban a dar su primera rueda de prensa. Pero Enrique seguía ahí, como si llevara toda la vida en los escenarios: desafiante, obsesivo e incansable, sin miedo, seguro y sin esconderse. Los demás se cobijaban en esa actitud. Se identificaban con él por completo, sabiendo que sin su aplomo y entereza, ellos no podían mantener ese pulso sin temblar de miedo.
Ahora formaban parte del panorama musical nacional. Todos los medios de comunicación querían saber de ese grupo de rock. La discográfica presionaba la timidez de los chicos. Tenían que darse a conocer. Tras muchos debates, aceptaron dar una rueda de prensa.
Los periodistas, de radio y televisión, se situaron frente al grupo, como una manada hambrienta de titulares.
Tímidos, cansados y forzados, los miembros de la banda se acomodaron en sillas.
Enrique —siempre directo y desafiante— no se lo puso fácil. Desde el primer momento, dejó claro que no le interesaba complacer a nadie.
—Buenas… supongo —soltó Enrique, con una mirada desafiante y tímida a la vez.
La primera pregunta:
—¿Cómo os definís como grupo? ¿Cuál es vuestro estilo?
—No tenemos un estilo definitivo —afirmó Enrique con una mirada desafiante y tímida a la vez—. Hacemos la música que nos gusta. La que nos nace. Nuestras letras son cultas. Poéticas. Tocamos lo que duele, lo que incomoda, lo que emociona. Pero la sociedad está podrida, y nosotros estamos aquí para decirlo, para darle voz a los que no la tienen… Aunque os moleste —miró a la prensa con una sonrisa burlona—.
A diferencia de vosotros, no tenemos miedo.
—No os gusta lo que escucháis, pero es lo que pensamos como grupo —apostilló Juan.
—Somos los medios de comunicación. Sin nosotros no sois nadie —dijo un periodista de televisión.
—Eso ya se verá —musitó Enrique.
Y continuó diciendo:
—Las palabras nos importan. Y cómo se dicen, aún más. Nos preocupamos de comunicar la verdad de los sentimientos. Y la sensibilidad de la poesía es nuestro vehículo y nos da profundidad.
Hacemos música y la gente quiere música… y poesía. No la hacemos para encajar, hacemos música porque no sabemos hacer otra cosa.
—Solo necesitamos al público, ellos nos dirán la verdad —gritó Pedro.
—¿Poesía? —se burló otro periodista—. La mayoría son letras copiadas de Benedetti, Baudelaire y otros.
—Eso se llama hipertextualidad creativa, sensibilidad, es integrar la poesía en la música. Nadie lo hace. Nosotros, sí. Es algo nuevo de lo que no tenéis ni idea. El tiempo nos dará la razón —dijo Rafa.
—Perdonad —interrumpió Juan—, no pedimos favores, solo respeto. Este mundo nos une a todos, nos necesitamos.
—Nos largamos. Buenas noches —dijo Juan con calma.
Para algunos medios, eran poco más que unos “niñatos”: pretenciosos, con aires de grandeza, altivos y provocadores. Demasiado ruido para una banda que apenas empezaba a hacerse un nombre.
Las entrevistas se volvieron duelos verbales, cargados de tensión y respuestas afiladas como cuchillas. Pero esa misma actitud despertaba fascinación. El misterio y la rebeldía del grupo comenzaban a forjarse como parte de su identidad, para bien o para mal.
Cuando llegaron al hotel, el manager entregó a Enrique una carta sin remitente.
—Tu hermana Ana la trajo. Iba con prisa —dijo sin darle mayor importancia.
Enrique, con desgana, intuyó de inmediato de quién era. La sostuvo unos segundos entre sus dedos, como si pesara más de lo que debía, y sin abrirla, la guardó en el fondo de la maleta, o eso creyó en aquel instante, donde comprendió que el pasado no se entierra con el olvido. Solo se esconde, agazapado en la memoria, como una carta dormida dentro de un sobre que cerrado cree matar emociones, pero que en realidad conserva las semillas que esperan el momento justo para germinar.
Años más tarde, su significado sería otro. Porque el futuro tiene memoria, y a veces, también se llena de vida.
Mientras esperaba, Enrique apoyó la espalda contra la pared fría y húmeda de la Sala Bruto, su refugio, que ya; sin embargo, no podía contener su creciente tormento. El olor a cerveza rancia y el humo denso apenas lograban distraerlo del bucle que sonaba en su cabeza: “el estribillo obsesivo de su nueva canción martilleaba su mente.
“Amanece tan pronto y yo estoy tan solo// Y no me arrepiento de lo de ayer//Si las estrellas te iluminan// Hoy te sirven de guía”
La frase “y no me arrepiento de los de ayer” se repetía, pero por primera vez, no como una afirmación, sino como algo incómodo, que le impedía componer y empezaba a pesarle.
El amor no sabe de música y la música no sabe de amor. ¿Cómo iba a explicarle a Eva, que cada acorde, cada nota, era una parte de él, que no solo era un sonido, sino una prolongación de su ser? Ahora, en este momento de su carrera, era tan necesario como el aire que respiraba.
Aquel lugar que siempre utilizó para escapar del mundo, no era un lugar cómodo ese día. La tensión flotaba en el aire, y con la llegada de Eva, estalló como un cristal al caer al suelo.
—Tenemos que hablar —dijo Enrique, evitando mirarla.
Ella, con los ojos llenos de rabia y tristeza, respondió:
—Claro, —susurró Eva, con la voz temblorosa—. Ya me dirás.
—La música, es mi vida, Eva —dijo con una voz que quiso sonar firme, pero que tembló como el aliento de un beso robado.
Luchaba para salir del refugio cobarde y atreverse, al fin, a mirar de frente a sus propios demonios. El silencio hizo un muro invisible entre ambos. La incomodidad los invadió todo sin pedir permiso.
—Lo sé, Enrique, pero cariño, recuerda que soy la única persona que te ha amado hasta desgarrarme el alma. Te di todo el amor sin pedir nada a cambio… —Por un instante, se le vino a la cabeza su último viaje a las playas de Conil. El golpe de realidad pinchó aquel pensamiento como una espina en la memoria. — No puedo creer lo que estoy escuchando. Mi corazón está roto en mil pedazos… pero tranquilo, que sigue latiendo.
¿En qué te has convertido?
¿Cómo puedes ser tan indiferente conmigo? Solo me has usado para escapar de tu mierda de vida. Eres un cobarde.
Vio cómo ella alzaba las manos, cubriéndose las lágrimas. Se sintió un pequeño diablo, herido e incapaz de articular palabra. Apretó los labios, cerró los puños y respiró profundamente…
—Lo siento, Eva —susurró Enrique mientras le cogía manos—. No sé en qué me he convertido, quizás en alguien que necesita confianza, quizás en un niño que nunca aprendió a pedir ayuda. O tal vez, en un hombre que confunde la música con la vida, sin saber que ambas merecen la pena. Eva, tienes razón, me conoces bien y sabes que me cuesta expresar mis emociones. Sabes cuánto dolor me provoca la situación con mi familia. Te pido un poco de paciencia y compresión. Por favor. Más quisiera yo tener tu capacidad para querer y demostrarlo —susurró Enrique, con la voz temblorosa.
Enrique asintió, sin atreverse a mirarla, pasó las manos por su cara como si quisiera borrar su sufrimiento.
—Da la impresión que siempre estoy suplicándote amor, Enrique. Cada detalle, cada regalo que te hago, parece una súplica. Y no, no lo es. Tal vez sea una manera de hacerme visible, como tú haces con la música. Creo que subestimas mi amor. Tal vez el problema sea yo, que tal vez no esté en el lugar adecuado. Tal vez forcé mucho para estar a tu lado.
—Eso no es así. Eva, yo te quiero. Eres la única persona por la que haría cualquier locura. Que no te lo diga a diario, no significa que no lo sienta. Mis silencios no son rechazo, mis silencios son imposibilidad, son muros que tengo que trepar. No sé sentir de otra manera, así me enseñaron desde pequeño. Pero… pero, estoy decidido a ganar esta batalla involuntaria.
—Tu indiferencia, Enrique, nunca me robará los buenos recuerdos —interrumpió Eva alzando la voz—. Esos momentos forman parte de ti y de mí, pero son mi realidad, te guste o no. No podrás borrarlos jamás. Sé que te arrepientes. Qué soy poco para ti. Que no tengo nivel y solo me quieres como batón emocional para evitar tus caídas. Te equivocas profundamente, Enrique. Ser amable, cariñosa y detallista, tiene un enorme valor, el problema es que tú no sepas verlo, no los infravalores con el silencio o la indiferencia. Y eso duele, eso hace daño, si me quieres, cómo dices, no seas solo indiferente, sal de tu escondite y abraza la vida.
—Lo sé, no te prometo un poema a diario; en cambio si te prometo, vernos más. Deseo verte cerca en lo cotidiano y en lo extraordinario. Estaría bien que pudieras acompañarme de vez en cuando en mis conciertos, mis giras… Por favor. Sería estupendo para mí. Sería la salvación para mi caos emocional.
—No sé. Enrique —Eva lo miró temblando—. ¿Serás capaz de acercate, de mirarme de vez en cuando? ¿Serás capaz de darme el cariño que das a la música?
—Por supuesto, mira, te traigo un regalo. Un detalle.
—No me lo puedo creer. Son el anillo y los pendientes que siempre miraba en la joyera de la calle Santa Marta —sus dedos temblaban y su corazón latía a mil revoluciones—.
—Llevaban en el bolsillo de mi chaqueta una semana, y créeme, con lo que pesan era imposible olvidarlos—bromeó.
—Muchas gracias, —dijo ella, y esta vez, no pidió explicaciones—. Por favor, Enrique, abrázame.
—Eva, muchas gracias por dejarme usar tu apellido —gritó Enrique con una sonrisa—. ¿Ves?, siempre estás conmigo, te guste o no. Por cierto, Oscar Wilde, era familia tuya? —bromeó.
—Por supuesto, el sábado viene a cenar con nosotros. Pago yo.
—Hoy, Eva… Hoy soy consciente de tu amor. Y del mío contigo.
Se hizo un amable y largo silencio. Muy necesario. Enrique necesitaba digerir lo que estaba a punto de decir, no por miedo, sino por respeto. Una lágrima brillante bajó de la mirada perdida. Ella le sostenía las manos…
—Tranquilo. Mi amor, sé lo que estás sufriendo, sé que te duele. Yo estoy para ayudarte. Iremos a verlos pronto, y yo te acompañaré. No estás solo.
—El amor hacia mis padres nunca se pierde ni se olvida; se arrastra toda la vida. Se vuelve una especie de equipaje invisible. Me ha costado tanto tiempo entenderlo… La gente cree que por ser un genio de la música —dijo haciendo un gesto con las manos— no tengo emociones. Creen que soy solo pose y artista. Te catalogan y te encierran en un cajón sin llaves. Eso no es justo. Lo siento.
Eva se alejó, no como quien huye, sino como quien da espacio, como quien sabe que las palabras ablandan los corazones de piedra. Con la certeza de que el cariño, el amor, el reconocimiento y la empatía, vencieron al cinismo, a la soledad, al rencor, a la obsesión involuntaria de las personas atrapadas en la infancia cruel.
Enrique sintió un escalofrío, uno de esos que no recorren la piel, sino la memoria y el alma. Esta vez la lucidez le brotaba desde lo más profundo de sus entrañas y comprendió, que no era culpable de todo y que la música no podía arrebatarle la vida. Sintió calma, alivio, calor de un amor verdadero. Se sintió que había vencido al miedo, a la soledad, y al vacío de la incomprensión. Ahora caminaba sabiendo que había arrojado por la borda culpa y resignación, dolor y gloria.
¿Merecía la pena?
La música que ahora sonaba en su cabeza no era hueca y ni distante. La música que sonaba no eran lágrimas, ni noches en los refugios, ni culpa. La música que sonaba era una melodía de autoreconciliación amable, consigo mismo, una melodía suave, tierna y una música que aceptaba el error, el tiempo y el perdón con su mundo. Recordó, como un golpe seco, el día que se fue de casa, el portazo, esa sentencia: “jamás volveré” que se había convertido en un juramento oxidado, viejo y superado. Su propia voz resonaba en su cabeza, no como un grito ni un himno; era el eco de una nueva visión con textura suave, una reverberación amable que aún tenía que madurar.
Después, sintió un vacío inesperado en el pecho, como si le hubieran arrancado un órgano vital sin anestesia ni aviso. Se quedó quieto, con el aire atascado en la garganta, escuchando el silencio que le dejaron las palabras de Eva como un eco suspendido en el paraíso, como una vibración que no para de aumentar la belleza. En ese instante no recordaba las lágrimas, ni las cartas, ni los días en que ella le ayudó a sostenerse tras largarse de casa; todo era niebla, bruma interior que lo arrastraba hacia lo oscuro, como si cruzara, sin darse cuenta, en la barca de Caronte hacia la otra orilla donde ya nada podía redimirse. En el fondo de sus entrañas se repetía, una y otra vez, su propia voz: un eco metálico y distorsionado, resonando en su cabeza como una excusa maldita.
Volvía el cuerpo de Eva como una fotografía quemada por los bordes, borrosa pero insistente.
Volvía la culpa, sí, pero ya no como un látigo ni como una condena: volvía disfrazada de deseo, de reconciliación de estribillo de colores, de música abierta y conciencia tranquila. Recordaba los dedos entrelazados caminando por las calles, los silencios armoniosos, el perfume de Eva que le había regalado en su cumpleaños, el cuidado del otro, la ternura y el vértigo del amor sincero de esa misma tarde.
Aquello que sentía era… no era indiferencia, ni vacío. Ya se estaba agotando lo que lo quedaba por dentro desde hacía mucho tiempo.. ¿Qué haría su memoria: olvidar o recordar para reconstruirse? Por primera vez, Enrique no tuvo miedo a la respuesta. Sabía que era su única salida real para atravesar ese círculo vicioso de miedo y caos que tanto tiempo lo había equivocado. Estaba dispuesto a mirar a los ojos de la vida, con firmeza y confianza. Sin ansiedad y sin anticipación.
Así, que, sin dramatismo, tiró el cigarro al suelo y aplastó la punta con la bota, como si intentara extinguir los últimos rescoldos de su pasado. Luego se escondió entre las sombras, buscando un refugio en la oscuridad de la noche. Y allí, solo encontró las lágrimas, por Eva, por su impotencia de comunicarse, por todo lo que no supo decir a tiempo. Lloró porque no sabía cómo cuidar a nadie. Porque jamás aprendió a pedir perdón. Cuando se quedó sin lágrimas, sus manos temblaban, su pecho palpitaba descontrolado… No era el frío de aquel ocho de noviembre. Era algo más profundo, más viejo, más importante. Entonces recordó la carta que seguía arrugada en el fondo de su maleta…
Ahora supo qué era el momento y qué estaba preparado.
La banda estaba en constante movimiento. Los conciertos se multiplicaban, los estudios de grabación se habían convertido en una segunda casa y el agotamiento empezaba a hacer mella en todos. El carácter de Enrique, exigente, obsesivo, cuadriculado y terco, casi siempre encontraba rival. Las diferencias creativas y de estilo comenzaban a notarse. Enrique, con su visión poética y obsesiva del arte, casi siempre se enfrentaba a la dirección más pragmática de Juan Valdivia. Pedro y Joaquín observaban en silencio, pero la tensión era palpable y flotaba en cada ensayo, en cada decisión, en cada intento de ponerse de acuerdo sobre el siguiente paso.
Fue una noche cualquiera, en Sevilla, complicada y cargada de tensión, tras un concierto, Enrique estalló en una discusión con la banda.
—Esto no es solo música, es nuestra vida. Si no estáis en esto al cien por cien, no tiene sentido —gritó, antes de salir de los camerinos, dejando tras de sí el eco de su frustración.
Dicho esto, salió de los camerinos y de vuelta a su habitación. Sin hambre, sin palabras, sin ruido. Se quitó la chaqueta, se sentó al borde de la cama. Y de vueltas a los recuerdos, como si el aire estuviera hecho de la memoria de Eva y de su padre; de los malditos muros invisibles que lo separaban de la plenitud.
El éxito tenía un precio. Enrique ya lo sabía. Y el grupo estaba a punto de descubrirlo.
Caminó despacio hacia la maleta. Abrió el cierre. Sacó la carta arrugada. Y esta vez, no la soltó… Por fin logró controlar el movimiento involuntario de sus manos. Abrió el sobre con torpeza. El corazón le palpitaba descontrolado. La mente se sumergió en una nebulosa espesa de esperanza y miedo. Comenzó a leer con detenimiento…
Enrique, hijo:
No sé por qué escribo esto. Supongo que es otra forma inútil de llenar mi vacío, otra tontería que hago para sentir que controlo algo, aunque sea mi propio fracaso como padre.
No contestarás, lo sé. Pero yo nunca he sabido perder la esperanza.
He pensado mucho en lo que pasó aquel día. En vez de hablar, te fuiste con un portazo, dejando atrás toda la crianza y el amor que te dimos.
Tal vez no supe entenderte. Y tú tampoco quisiste o pudiste explicarte.
Cometimos muchos errores. Yo, por no saber aceptar tus cosas (será que no tengo mentalidad para ello). Nunca supe cuál era tu mundo, tus inquietudes… Quizás por eso me costó tanto acercarme a ti.
No me gustaba esa manía con la música ni esos amigos de poco fiar que no encajaban en mis esquemas.
Estoy seguro de que tu huida fue dura y cruel. Que habrás tenido que sobrevivir con los favores de la gente. Que te has esforzado hasta el infinito para conseguir lo que la música te está dando ahora.
Ahora que compones canciones llenas de sentimientos y poesía, tal vez podamos evacuar nuestras emociones con libertad. Quizás así dejemos de echarnos la culpa.
Mi enfermedad no me permite muchos esfuerzos, pero lo haría por ti.
Recuerdo cuando eras niño, y junto a Rafa y Jorge, construíamos castillos de arena en la playa. Te encantaba pasear en bicicleta. Siempre ganabas. Yo te regañaba por ir peligrosamente rápido, pero, en el fondo… me encantaba verte tan feliz. Qué buenos recuerdos: el viento dándonos en la cara, el olor a humedad del parque, el silencio de la tarde al caer el sol.
Me gustaría saber qué queda de aquel niño. Tal vez ahora pueda entender al adolescente que se fue.
No espero tu perdón, pero sí una señal.
Es triste que parezcamos dos extraños, como si fuéramos enemigos. Eso me aterra. Me duele más de lo que imaginas.
Algunas noches, cuando no puedo dormir, me pregunto cuántas cosas hice mal. Muchas. Y me pregunto si podría haber sido diferente. Aun así, ¿de qué sirve lamentarse ahora? El daño está hecho. Y sabes bien que no soy el único responsable de nuestra distancia.
El pasado no se puede borrar. Pero el futuro… el futuro puede llenarse de buenas intenciones. Y de esperanza.
Sé que Rafa mantiene buena amistad contigo. Me alegro.
Si lees esta carta, espero tener alguna respuesta. Esa es mi única esperanza.
Siempre pienso en ti.
Nunca es tarde.
Zaragoza 13 de marzo de 1987.
Por fin encontró la fuerza y el valor necesarios. Hacía muchos meses que tenía aquella carta y la había guardado con temor y miedo. Ahora, Enrique se enfrentaba a todo aquello, con tensión, pero sin alarmas. La habitación se convirtió en el escenario de una confrontación interna. La carta muda empezó a pulular por su mente, era el pasado tormentoso, el que amainaba. Estaba nervioso, recordaba a Eva, a su madre, a sus hermanos.
Las manos le temblaban y el sudor le brotaba sin control.
Pensativo, con valor, con ganas de comprender y, al mismo tiempo, de salir corriendo, pero esta vez a los brazos de alguien. De las letras de la carta de su padre parecía que antes le parecían púas afiladas de cactus, ahora brotaban flores mágicas con sutil belleza. Sus ojos danzaban inquietos, pero alegres.
“¿Cómo podía tener tanto que decir en tan pocas líneas?”
Creía, con certeza en la reconciliación, y en que nadie estaba siendo derrotado. Seguía leyendo mentalmente cada frase con atención intensa, como si le flotara en su mente el significado. No era capaz de reaccionar de forma consciente. Los ojos se le llenaban de un brillo incontrolable.
Lo que fue odio, se convirtió en alivio.
El grito ahogado se había transformado en una vibración, en un temblor en el pecho que se extendía por todo su cuerpo como una corriente incontrolable. Enrique se levantó. Caminó hacia la ventana, corrió las cortinas, miró las luces de la ciudad y el cielo sin estrellas e imaginó un mapa encendido de su futuro inmediato de lo que tenía que hacer. El laberinto tiene salida, pensó.
“¿Por qué? ¿Por qué tengo tanto miedo hacia ti? ¿Está herida, me mata el alma?”
La pregunta resonaba dentro de él, una y otra vez, como el rezo de un rosario a un dios inexistente. Tarareaba en voz baja. No estaba solo. Había demasiadas miradas en esa habitación. La carta se le cayó al suelo sin darse cuenta. Al rato, la recogió con un movimiento lento que había esperado tanto. Se recompuso. Buscó su cuaderno de notas, donde figuraba la frase: “La memoria de tu olvido”, y comenzó a escribir con una lucidez cruda, sin adornos. Esta vez sin la influencia de ninguna droga, a pecho descubierto, con el peso entero de sus emociones encima de la mesa. Se sumergió en la composición. Los versos fluían como un torrente encajado en carne viva, alimentados por la rabia y la frustración.
La melodía se convertía en un vehículo áspero, pero necesario, una forma de atravesar la angustia.
El conflicto con su padre se transformaba en arte. En una canción que dolía.
“La carta:
No hace mucho que leí
Tu carta y, sin fuerzas para contestar
…
Siempre he escuchado y ya no te creo
porque no te entiendo…”
La respuesta de Enrique a la carta de su padre no solo fue la canción que incluyó en su segundo disco, “Senderos de Traición”, sino que dio un paso más. Aceptó volver a verlos. Pidió a Eva y a Rafa, algo sencillo, ahora, pero decisivo:
—Por favor, decidle que me gustaría volver a verlos. Nada más, que acepten mi propuesta, que cuando vuelva a Zaragoza, no vemos. Qué elijan el lugar. No hay prisa. Ya sé que estoy preparado.
No dijo perdón, no dijo reconciliación, ni “te quiero.
Pero, por primera vez, no cerró la puerta, la abrió de par en par.
Un pequeño gesto. Un largo camino.
¿Un final, o un principio?
Tal vez el nombre del álbum, era una respuesta a su trauma. Incapaz de responder directamente a la misiva, Enrique canaliza su conflicto interno a través de la música, como si cada nota fuera una palabra no dicha. Aún siente temor y es incapaz de conciliar su rebeldía con el amor y aprecio que siente por su familia. La soledad de la fama y el éxito lo asfixian, mientras el dolor y la desesperación lo agobian, necesitando un respiro.
Epílogo
El humo de los focos, el rugido del público, el eco de su propia voz en estadios abarrotados. Enrique lo tenía todo y, al mismo tiempo, nada. La fama había sido una promesa, pero también una condena. Lo que comenzó como un sueño terminó en una guerra sin tregua: contra la industria, contra sus compañeros, contra sí mismo.
En los últimos años, el éxito los había elevado hasta las estrellas, pero el desgaste los arrastró de vuelta al suelo. Las giras interminables y la presión de la discográfica fracturaron lo que antes era inquebrantable. El peso del liderazgo hizo de Enrique un tirano, mientras Valdivia intentaba sostener la integridad de la banda. El choque era inevitable, y las heridas, irreparables.
La muerte de su hermano Rafael en 1994 y la pérdida de su manager, Pepo Landa, solo profundizaron el abismo. La música dejó de ser un refugio y se convirtió en una carga. Avalancha fue el último grito de un gigante en agonía, una despedida disfrazada de furia.
En 1996, tras un último concierto en Los Ángeles, el grupo dejó de existir. No hubo abrazos, ni reconciliaciones, solo un adiós seco y definitivo. Enrique comenzó su camino en solitario. Valdivia se alejó de los focos. El mito quedó sellado en la memoria de sus seguidores.
El éxito había sido su mayor triunfo. Pero también, su sentencia de muerte.
John Galls.
28 de junio de 2025.