El viento nunca es favorable.
La noche había sido lluviosa y con viento. El día estaba gris y el ambiente ruidoso y frío. Lunes quince de marzo a las siete de la mañana.
Venga que llegamos tarde —me dijo con aspereza— sin ni siquiera dar los buenos días. —Continuó diciendo— Juan, no puedes llegar siempre tarde, estoy cansado de tu impuntualidad y tus impertinentes excusas. ¡Ni una más, Santo Tomás! —vociferó—. El tren sale en cinco minutos, y yo llevo diez esperando y además he dormido fatal esta noche. Estoy muy estresado y preocupado por todas mis cosas. Llevo unos días en los que me es imposible estar tranquilo ni un solo instante. No puedes hacerme esperar siempre. Estoy harto.
—Disculpa —le dije sin saber muy bien a qué se debía esa actitud, es un tío muy educado y me resultó extraño. Entré en el coche y me mantuve callado. Hacía tiempo que no lo veía mover el ojo derecho. Miguel tiene un tic y la gente lo conoce por “Miguel, el del tic” y se le acabó llamando Migueltic.
De camino a la estación, ya con un tono de voz más tranquilo, me confesó que no me podía imaginar lo que en aquellos días le estaba pasando. Sé que es un mujeriego y mi primer pensamiento fue: “este tiene otro lío de faldas”. Pero, no, me percaté que él nunca lo se pone triste en sus derrotas amorosas, al parecer, él siempre se sentía triunfador. Esa vez no era así, con lo cual supuse: “este tío tiene otro tipo de problemas”. Seguidamente, me dijo que no le sucedía lo que yo probablemente estaba suponiendo. Me está leyendo la mente, y sabía el porqué yo lo pensaba. Yo la verdad, a esa hora, no era persona, estaba muerto de sueño y pasaba de él (del pijo guaperas). Y además me molestó con sus reproches y sus supuestas infidelidades y vacilaciones. No hice ni dije nada.
Miguel parecía fuera de sí con sus ojos azules excesivamente abiertos y un rostro descolocado. Es alto, delgado, con pelo castaño y piel muy blanca. Sonrisa perfecta pero con algunas arrugas. Un tío maduro —de unos cuarenta años, creo que es algo mayor que yo—, es inteligente, tranquilo, educado, buena persona y casi buen amigo. Pero ese día estaba neurótico.
En el tiempo que tardamos en llegar seguí callado. El bao en los cristales impedía que se viese con claridad la carretera. Rápido se le pasó el estado de ansiedad en el que se encontraba. Tan temprano y su comportamiento era un disparate. “¡Qué cojones le pasa a este tío!” —me dije—, si apenas unas horas antes, la tarde anterior, celebramos su cumpleaños, estaba eufórico y que se salía del pellejo. Cuando llegamos a la estación en su Volkswagen Tiguan Life 2.0 y antes de bajar me dijo que había tenido que coger el coche nuevo porque, el pequeño, se lo llevó Inma, su mujer. Habían tenido una fuerte discusión. “¡Uy, uy!, yo sabía que su matrimonio estaba en crisis” —deduje—. Y era lo más razonable. Muchas infidelidades. No quería a su esposa, estaba claro. Aparcó lejos del edificio, esa hora, la mayoría de las plazas del estacionamiento suelen estar ocupadas. Se volvió a cabrear. —¡Joder, joder!, vaya lunes—gritó—. Fuimos corriendo por el parking de la estación y cuando entramos vimos en los paneles informativos que el nuestro llegaba con quince minutos de retraso. Me sentí en cierto modo aliviado, aunque temí que aquel incidente no fuera lo mejor, pues su vuelo salía a las 10:00 horas. No me quería imaginar lo que pasaría si perdía aquel viaje tan importante para él.
Allí estuvimos un rato en silencio, escuchando a la gente charlar y los anuncios de llegadas y salidas. Permanecía con gesto de preocupación, de exaltación y callado. La semana pasada me comentó que tuvo problemas en su trabajo —pensé: “¿otro problema de faltas o de liderazgo en la empresa?”—. En fin, mi mente era un hervidero y la suya seguro que también. Transcurridos unos minutos, no sé, tres o cuatro, empezó a explicarme cosas:
—Estoy bastante nervioso–me dijo—. Era evidente. Yo lo conozco bien y seguro que debía haber un motivo (o muchos).
—Tranquilo— pronuncié con voz muy bajita, cuéntame lo que te apetezca.
—Es mi hermana. Como sabes, hace unos años que tuvo una operación en las mamas, ya me entiendes…—con un gesto de evidencia y sin pronunciar esa maldita palabra llamada cáncer.
—Sí, lo sé. —y continuó hablando visiblemente emocionado.
—El fin de semana le dolía la espalda. Ella decía que era un dolor muy intenso, casi insoportable y que no se aliviaba con nada. Al parecer se cayó en el patio donde cuida las flores. Fuimos de urgencias al hospital.
—¿Y qué le dijeron?
—Le hicieron una radiografía. Y al parecer tiene una rotura en las vértebras, en concreto en la L1. El traumatólogo dice que puede ser debido a una antigua fractura, pero que han de hacerle una resonancia para determinar con precisión el alcance de la lesión y valorar, entonces. Ella está muy asustada.
—Cálmate, tranquilo, que todo se solucionará. Ya verás —dije—. Parecía que volvía a su estado mental “normal”.
Conocía bien lo del cáncer de su hermana y otros asuntos suyos. Me lo había contado en varias ocasiones —es un pesado—. Siempre hemos tenido conversaciones muy profundas y sinceras, aunque a veces parecía un monólogo suyo, más que una conversación. Pero vamos, que si es cierto que nos hemos confesado lo inconfesable —sobre todo él—. También tenemos algunas cosas en común, como nuestra inquietud por el saber en general. No encanta la filosofía, la psicología, el arte, la literatura, el deporte, etc.
Pero volviendo al tema de su hermana, recuerdo que se había preocupado entonces y al parecer, ahora, le volvía a perturbar la paz, la existencia y le agitaba las entrañas. La verdad que si lo piensas es acojonante. Pero, de todas formas, Miguel tenía algo más que me ocultaba. Disimulé y —como buen amigo— lo consolé diciéndole que no se anticipe a pensar en lo peor.
—No te desesperes. Todo saldrá bien, Miguel.
—Lo sé, pero estoy preocupadísimo.
Subimos al vagón número cinco. Teníamos asientos separados para desplazarnos a la capital —vivíamos en una ciudad dormitorio cercana—, pero nos sentamos juntos, había pocos viajeros, con lo que en principio íbamos a poder hablar. Parecía tener otra su actitud, más relajada. Y comenzó a decirme, que se iba a separar, cuando de repente apareció el revisor y me dijo que debía de sentarme en mi sitio —vagón número dos, plaza noventa—. Le indicamos que había poca gente, y que si podíamos seguir juntos, su negativa fue fulminante:
—Con las normas anticovid, es imposible.
—El tren va casi vacío —comentó Miguel, levantándome de repente y moviendo los brazos—. Hemos formalizado el viaje. ¿Qué más le da?.
—No. Señor, las normas son las normas. Váyase a su asiento si no quiere que le baje en la próxima estación —me dijo el revisor mirando con maldad.
—Las normas dice, será sinvergüenza —dijo Miguel gritando como un bestia. Se coló con el comentario—. Las normas son para todos, no solo para quién usted diga. Estos tíos ahora también son expertos en legislación —dijo.
— Calma Miguel. Discúlpenos, señor —le comenté con aparente calma—. Lo tuve que sujetar y al fin se quedó quieto. Yo me callé y me fui a mi asiento, no quería que aquello se nos fuera de las manos. Yo, a diferencia del interventor de Renfe, sabía que Miguel estaba “encendido” y que podía liarla parda. El tic en su ojo volvió a aparecer.
Tras aquel desagradable incidente, no volví a verlo en un tiempo, pues él salió pitando para el aeropuerto, embarcaba con el tiempo justo. No sé qué asunto le llevaba a hacer aquel viaje repentino y misterioso. El tío me soltó lo de la separación sin más explicaciones. Yo estaba expectante…
Pero unos días más tarde, me llamó y se disculpó por su actitud de la semana anterior; del incidente en el tren, de su forma de hablarme y en definitiva, de su mal y grotesco comportamiento —nunca lo había visto actuar como aquel día—. Esta vez sus palabras parecían dichas por un hechizado. Tenían un tono de voz dulce, suave, sincero, alegre y muy amable como siempre ha sido él. “Otra vez su neurosis” —me dije.
—Tengo que contarte muchas cosas —me comentó y me dije: “Por fin habla”—. Vuelvo a la ciudad el jueves. ¿Quedamos del viernes por la tarde para tomar algo?.
—Sí, sí, claro. Por mi perfecto. Nos vemos en el café “A las cinco”. —Así se llamaba nuestro habitual lugar de encuentro.
Esta vez llegué con puntualidad a las siete de la tarde, no quería “despertar al bicho” y que me formará otro escándalo. Habían pasado quince minutos y no llegaba, con lo que me pedí una infusión —debí cabrearme y vengarme, pero me contuve, no sabía por donde me podía salir aquel guapo y exitoso neurótico—. Le envié un WhatsApp y me contestó al instante con mensaje de voz:
—”Estoy llegando. Me ha entretenido Inma que ha tenido un accidente doméstico”.
—¡Ok!, te estoy esperado. Sin problemas. Ahora me cuentas —le respondí.
Pasadas las siete y veinte apareció por fin. Llegó como si nada hubiera pasado en los últimos días. Me saludó eufórico y me dio un abrazo forzado y falso. Me dio mala impresión, como siempre en los últimos tiempos. Tenía muchos altibajos en su estado anímico —debería ir a terapia. Está loco, fue mi instintivo pensamiento—. De manera que hace un rato todo su mundo era un problema y unos días después, parecía el tío más feliz de la tierra. La verdad, me quedé con la sensación es que me tenía que “confirmar” algunas cosas. Sabía que me iba a mentir, estaba segurísimo. Creo que la situación era un poco kafkiana, absurda, contradictoria con esos vaivenes de Miguel. A mí me enfurecía. Pero me mordí la boca y apreté los puños…
Le pregunté por Inma. Me dijo que todo estaba bien, que el incidente había sido un pequeño accidente doméstico —un cortocircuito y que había explosionado la estufa. Nada preocupante. — señaló. Y sin más siguió hablando y recitando sus éxitos actuales y recordando sus tiempos de joven, del instituto, de cuando se iba de camping a las playas de Cádiz, sus borracheras y de sus ligues. No había quien lo parara. Era una máquina de hablar. Yo empezaba a estar un poco harto de su egocentrismo. Llevaba años a su sombra y mi límite estaba cerca. Me contuve.
—Juan, Inma y yo lo hemos dejado —me dijo con total frialdad e indiferencia, pero otra vez el tic de su ojo activado le delataba el nerviosismo—. El próximo lunes firmamos la demanda de divorcio. Me marcho a vivir fuera. La empresa me ha ofrecido un puesto en el consejo de administración nacional. Sabes que Saint Roban está en alza, me valoran y es un nuevo reto personal. —Me quedé estupefacto— ¿Qué pasa no te alegras?.
“Aquí está otra vez el neurótico feliz. ¡Por fin se separa y me lo cuenta!. Bendito loco” —pensé.
—Sí, claro, me alegro muchísimo, por lo de tu trabajo, evidentemente. Como no. Es lo que siempre has querido. Madrid y tu proyección profesional. Pero, y con el matrimonio y los niños, ¿qué vas a hacer?. No contestó nada y sin más se fue a saludar a unos tipos de dudosa reputación —me seguía ninguneando el “guapito”—. También pude observar que su saludo era de colega a colega. “¿Qué se traían entre manos?” —supuse que Miguel estaba en otro tipo de lío.
Miguel es una persona muy inquieta intelectualmente, un tío que lee muchísimo, con mucha cultura y una amplia formación: es licenciado en económicas y graduado en derecho. Tiene un máster en ciencias jurídicas, premio nacional de gestión financiera del Group, S.A. y premio europeo en gestión presupuestaria. En el instituto era el primero de la clase. Es completito. Adora la filosofía, las matemáticas, la química. Un crack, una buena y egocéntrica persona, de buena familia y fácil de convencer en algunos aspectos. Yo tenía la mosca detrás de la oreja.
Aquel día Miguel se volvió a despedir sin aclarar nada más.
Sé por Inma, que se había ido a vivir con su jefa —Marta, la directora general de la empresa—. Al parecer llevaban tres años enrollados y manteniendo una relación paralela —≪ trastorno psicológico disociativo, la doble vida de Miguel, como en “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”≫—. Me dijo Inma —bastante afectada y con mucha tristeza—, que cuando fueron a la firma de la liquidación de los bienes gananciales —en notaria—, que Miguel le confesó que hacía tiempo que no sentía nada por ella. Que su matrimonio no tenía aliciente, que no lo había hecho antes por temor a no poder ver a sus hijos. Que estaba cansado de la rutina tras quince años. También le increpó su falta de comprensión y apoyo en su carrera profesional, que le daba miedo a seguir viviendo con una persona con tan poca iniciativa, tan triste y con tampoco glamour… y que se iba porque quería seguir evolucionando. Me siguió diciendo que él le comentó: “Los niños los superarán. Ya mayor tiene nueve años y el pequeño tres. Te pasaré una buena pensión alimenticia. No tendrás problemas económicos.” ¡¡Qué cabrón!! —pensé— y vaya detalle, se lo había dicho en notaria.
Después de los acontecimientos, Miguel se distanció de mí —y de todos—, aunque seguimos hablando por redes sociales y de vez en cuando por teléfono. Sin embargo, mi relación con Inma se mantuvo “buena” y solíamos encontrarnos en el supermercado o en la salida del colegio cuando ella iba para recoger a los niños. Estaba bastante afectada por la situación —me dio ganas de abrazarla—. En una ocasión, me dijo que Miguel apenas preguntaba por los niños y solo hablaba con el mayor de forma esporádica. Según Inma, el chiquillo, muy afectado por la ausencia de su padre, lo recuerda cada instante. Me decía: ≪ Es su ídolo, y no lo ha perdido, lo echa de menos. Recuerda con tristeza sus ratos de juego en el parque, sus partidas de ajedrez. Además, Pablo, el pequeño, lo menciona todas las noches: “papi, papi, quiero a papi. Quiero un cuento, papi”≫. Todo esto me atormentó profundamente, ya que parecía un coste emocional desproporcionado y un daño colateral brutal.
Cada vez teníamos menos contacto. Algún tiempo después, Miguel me telefoneó —no me apetecía hablar con él— para contarme que estaba viviendo una nueva etapa en su vida y que se sentía feliz. Me dijo que había tomado una decisión importante, a pesar de los perjuicios que podría acarrear, y que, se equivocara o no, era lo que tenía que hacer y no se arrepentía de ello. No preguntó por nadie, lo que me pareció cínico. Yo no mencioné mis conversaciones con Inma, ya que no quería generar ninguna sospecha. Tampoco hablé con ella acerca de mis conversaciones con Miguel, tratando de mantenerme imparcial, aunque yo tenía mi propia opinión al respecto —los necios tienen los días contados—. Según Miguel, su relación con Marta iba bien. Aunque no sé cuánto durará. Me dijo que ella era una persona fantástica.
—Tío, es impresionante la compenetración y la empatía que tenemos. Es muy atenta y agradable conmigo, es pura magia —me dijo eufórico.
—Miguel, me alegra escuchar que estás muy bien con Marta y que te llevas tan bien. Realmente parece que hay una buena conexión entre ustedes. Por otro lado, lamento no haberte preguntado antes sobre cómo te sentías. Me di cuenta de que algo te estaba preocupando en los últimos tiempos, pero con mi trabajo, mis clases y el deporte, no quería ser inoportuno al preguntarte al respecto. De todos modos, esperaba que me hablaras de tu matrimonio y tus problemas en algún momento. Me preocupé por ti aquel día que me llevaste a la estación cuando mi coche estaba averiado. Siempre he pensado que es mejor dejar una relación si te hace sentir amargado, especialmente si la otra persona muestra tanta indiferencia como Inma lo hizo contigo. Tal vez sería lo mejor para ambos separarse —sentencié alegremente.
—Claro, así es, Juan. Solamente se vive una vez. No podemos permanecer en aquellos lugares que nos hacen presos, que son cárceles sin barrotes. Era un infierno, la convivencia para mí. A ella le daba igual todo lo que me sucediera. Cuando falleció mi madre, no supo estar a mi lado. No sentí su acompañamiento. Siempre sufrimos cuando no obtenemos lo que queremos, yo quería estar con Marta —su nueva víctima amorosa, creo que era la tercera o cuarta en el último año— y no estaba, y me hacía sufrir mucho. Ya nos habíamos enrollado varias veces —este lío nunca me lo dijo, aunque yo los sospechaba. Hablaba mucho de ella—. Lo que es cierto, que al principio, para nada era una persona atractiva para mí. Pero, las largas conversaciones, su capacidad de escuchar, no sé, su seguridad y confianza, empezaron a crear algo más que una relación de compañeros.
Recuerdo, que la primera vez, fue ella quien me insinuó, y me dijo, pienso que de manera casi inconsciente: “estoy sola en casa. Mi marido estará trabajando fuera unos días. ¿Quedamos para cenar?. Por cierto, Miguel, ¿Sabes qué es lo que me pone a tope y me da mucho morbo? —ni idea, contesté nervioso—, ver las manos de un hombre al volante de un coche”. Joder, yo estaba en el mío en aquel momento. ¿Te imaginas qué es lo que hice?,
—… Puedo suponer que le enviaste una foto de tus manos al volante del coche. ¿Es así Miguel?
—Efectivamente —gritó.
—A la mañana siguiente, fue un subidón verla. No te puedes imaginar la atracción y cómo me latía el corazón. Jolín, ya fue todo el tiempo puro morbo e irresistible atracción. Impresionante. Por todo esto y por mi carrera profesional tomé la decisión de separarme y vivir una nueva época.
—Tío, Miguel, te tengo que dejar, ya hablamos, me están llamando.
— Perfecto, estamos en contacto. Un abrazo Juan.
Miguel se sentía frustrado en su matrimonio a pesar de su éxito profesional y su posición en el mundo empresarial. Aunque tenía el mejor currículum y trabajo, sentía que su vida en la pequeña ciudad era limitada. Por otro lado, Inma era una persona triste y melancólica, pero no vanidosa ni caprichosa —a mí me gustaba desde joven—. La relación de Miguel e Inma se fue deteriorando hasta el punto de que hablaban cada vez menos y finalmente se separaron. Fue lo mejor para ellos dos y una oportunidad para otros. Después de unos meses, se enteró —se lo dije con muchas ganas— de que Inma estaba viviendo con un compañero de trabajo llamado Andrés, quien era profesor de matemáticas en el mismo instituto donde ella era jefa de estudios. Este hombre era mayor que ella y era atractivo, delgado y bien cuidado. La vecina de Miguel, Aurelia, me le contó todo cuando se la encontré llevando bolsas de la compra a su casa.
La situación en la relación de Inma con Andrés parecía estar funcionando bien —me resignaba la situación— y ella finalmente encontró la felicidad que había estado buscando. Mientras tanto, Miguel parecía tener problemas en su relación con Marta y mostraba su tic neurótico en cada reunión con los amigos. Marta lo abandonó y lo despidió —era su jefa— y lo trató de manera muy fría y distante. Terminaron de malas manera. Además, se vio obligado a utilizar gran parte de su indemnización por despido, en pagar una estafa inmobiliaria en la que había invertido junto a un grupo de mafiosos portugueses. Para empeorar las cosas, tenía pendientes asuntos legales por su participación en aquellas inversiones fraudulentas como socio capitalista.
La infidelidad y la monotonía en el matrimonio fue la razón del fracaso de su relación con Inma. Cada persona tiene su propio diablo. El de Inma era Miguel y el de Miguel, Marta. Aquí no importa lo bueno que sea una persona, todos somos malos en la historia de alguien. Todos parecían malos.
Miguel parecía seguir luchando en su vida personal, buscando la felicidad, corriendo detrás del éxito y engullendo su fracaso en las relaciones. La vanidad de su comportamiento, la falta de capacidad para ver y apreciar que lo que tenía era la esencia de la felicidad.
Para aquel que no sabe hacia donde navega ningún le es favorable.
Jgg.2023