¿Merece la pena?
La consulta está situada en un barrio del centro. Es una casa antigua. No tiene sala de espera y los pacientes tienen que hacer tiempo y cuando ella baja, a la hora concertada en el zaguán del bloque de cuatro pisos. Puntualmente, ella baja desde el primero, abre el cancelín, se despide de uno y recibe al otro. La consulta es acogedora, con mucha luz. Hay dos sillones tipo balancín, hay estantes con libros y un jarrón con unas matas de algodón. Detrás del paciente un reloj digital donde ella controla el tiempo. El reloj marca las diecinueve horas y tres minutos del lunes trece de marzo. Huele a incienso. La alfombra es agradable. Siempre en la consulta hay que ir descalzo. El paciente lleva meses de terapia.
—Buenas, ¿qué tal te encuentras? —pregunta Lourdes.
—Bueno, ahí voy. Renqueante, sin dormir mucho y comiendo poco. Me levanto cansado y con un pellizco en el estómago que no me deja ni probar bocado hasta que la medicación me hace efecto.
—La semana pasada fuiste a psiquiatría. ¿Tu psiquiatra te ha cambiado el tratamiento? —Dice ella con sequedad.
—Sí. Me ha aumentado la dosis de Paroxetina y de Orfidal. Aun así, sigo teniendo insomnio y mucha tristeza. No puedo quitármela de la cabeza. No lo puedo evitar.
—Todos los tratamientos necesitan un tiempo. El efecto no es inmediato. Es un proceso lento. Debemos ir paso a paso afianzando los avances. La realidad de la que partimos es que ella ya no está. Hemos de entender que forma parte del proceso de la vida, es un hecho natural y tenemos que aprender a tolerarlo.
Entre los sillones hay una pequeña mesa con una caja llena de Playmobil. Ella coloca en una improvisada escena —encima de una pequeña mesa— tres figuras, tres adultos; una mujer y un hombre, cara a cara y el tercero de espalda al resto. Apartado de ellos coloca a un Playmobil niño. Adán no quita la mirada.
—¿Identificas a los personajes? —pregunta.
—Sí claro. Un padre, una madre y un niño —dice él llorando.
—Fata alguien —dice la psicoterapeuta.
—No sé.
—Falta tú “yo” adulto.
Coge un pañuelo de papel, se lo da a Adán y de un golpe quita el niño del los brazos de la figura femenina y la retira a ella —la vuelve a colocar en la caja.
—¿Y ahora qué es lo que ves?
Y llorando dice:
— Que el niño se ha quedado solo.
—No, no está solo. Piénsalo… Se ha quedado sin madre. Un hecho natural. Te tiene a ti. ¿Quién va a cuidar de este niño?. El que está de espaldas es tu padre, y este no va a cuidar de ti, ni de hecho puede.
Coloca el Playmobil niño en los brazos del “yo” adulto.
—Dime, ¿qué ves?. —Él no contesta, permanece con la mirada fija en la escena—. Adán, ese niño que llevas dentro está llorando desde hace mucho, y lo tienes que cuidar tú. El adulto que eres ahora, es el que tiene que quererlo, darle cariño y comprensión. Ese niño se encuentra solo y sufre la falta de reconocimiento. Esto tiene mucha relación con tu inseguridad, tu inquietud obsesiva por aprender, estudiar, saber más que nadie. Ese es tu refugio, pero te olvidas que tienes que pararte y reflexionar cómo cuidarte, tienes que ser compasivo y amable contigo. Tú eres quien tiene que hacerlo. Nadie pude ayudar a ese niño mas que tú. Yo te acompaño.
Ella se mantiene en silencio y lo mira sin parpadear, se acerca y le coge una mano. Él llora con más intensidad. Tiene entre sus manos al Playmobil niño.
—Ya, ya —dice entre sollozos con el puño derecho apretado el Playmobil, mientras que con la mano izquierda, donde tiene el pañuelo, apoya la cabeza—. ¿Sabes?, nunca me dio un beso, un abrazo y gesto de cariño —dice con la mirada fija en el algodón—. Él siempre trabajó fuera, pero cuando venía, recuerdo que nunca me decía nada. Tengo clavado el recuerdo; yo me quedaba quieto mirando como trataba a mis hermanos. Me duele —ya llora menos y ha recuperado la compostura.
—Bueno, estamos focalizando la terapia en tu infancia. Ahora dime cuál es tu relación con tu esposa. Me comentabas que es conflictiva.
—Con ella la cosa es complicada —dijo cambiando el tono de voz—. Me sucede algo parecido. No he percibido que me acompañara en mi soledad y en mí caminar. No se lo echo en cara, pero yo me siento sin nadie a mi lado. Su preocupación es el trabajo y su familia. A mí me dice que lo que tengo es cuento y que es normal que los mayores se mueran.
—¿Hablas con ella de esto que me estás diciendo? —pregunta Lourdes.
—No. Siempre está ocupada con sus trabajo y hablando por teléfono con todos. Para mí no tiene ni un minuto. Llevamos mucho tiempo sin hablar y nuestro matrimonio está roto. De hecho, no me he ido por los niños. Ellos sí han estado en mi duelo. El pequeño, un día, me pilló llorando en el baño y se abrazó a mí diciéndome que: “ella, dónde se encuentre, estará orgullosa de ti, papá. Tú eres el mejor papá del mundo. Te quiero mucho”.
De nuevo a romper a llorar desconsolado. Ella permanece callada.
—Tiene mucha empatía y conexión contigo. Debes mostrarte fuerte, no puedes trasladar la responsabilidad a los niños. Ellos tienen una percepción distinta de lo que es la muerte y lo ven con más naturalidad. Hay que aprender a vivir con su ausencia. La muerte forma parte de la vida y tenemos que aceptarla. Estás en la etapa de aceptación y del aprendizaje.
La psicoterapeuta calla y espera que el cese en el llanto. Pasan unos minutos.
—Volviendo a tu matrimonio. ¿Estás por obligación?. Si no estáis bien y para ti es un suplicio, quizás tengáis que hablar e intentar tratar los motivos por los que no funciona.
—Sí que sería lo ideal, pero ella no quiere hablar y siempre me culpa de todo a mí. Mira que yo lo intento, sin embargo, siempre se pone a la defensiva y me reprocha que yo solo sé quejarme.
—¿Mantenéis relaciones sexuales? —preguntó Lourdes.
—No, hace meses que no. La mayoría de los días duermo en la habitación de los niños. Me molestan sus ronquidos. Tengo muchos problemas para conciliar el sueño. Prefiero estar en otra cama que me dé más tranquilidad.
—¿Tienes otra relación?
Permaneció en silencio un rato mirando fijamente los Playmobil que aún permanecían en la mesa en la misma posición.
—Estoy muy solo. Siento un enorme vacío. Mi permanente busca de la felicidad, me hace sentir siempre frustrado e inestable. Mi lucha interna no tiene fin. Nadie va a querer nada con un tipo como yo: tan sensible y conflictivo. La gente sensible, siempre perdemos. El mundo se burla de los sensibles. El matrimonio es un mal invento y en muchas ocasiones, una cárcel.
Ella mira el reloj digital. Son las veinte horas y siete minutos.
—Bueno, es tu opinión.
≫ Por hoy hemos terminado, si te parece, seguimos trabajando estos conflictos la próxima semana. Y recuerda, la solución está en ti, en tu forma de percibir la realidad y en el cómo te afectan. Puedes controlar tus reacciones.
Ella lo acompaña al zaguán, le abre la cancela y se despiden con una sonrisa.
Esperando en el coche hay una mujer. Está lejos y se ven las manos sobre el volante.
—Hola, mi amor. Estás guapísimo. Acabo de llegar en el vuelo de las seis. Pero me ha dado tiempo a reservar para la cena. ¿Cómo te ha ido?.
—Bien, aprendiendo a gestionar las emociones. Estoy mejor. Intensa sesión, tengo mucho camino por andar. Y a ti, ¿cómo te ha ido el día?.
—Muy bien. Pude resolver los conflictos de los trabajadores.
—Nos vamos a tomar algo, ¿te apetece?.
—Por supuesto, contigo a donde quieras.
—¿Qué vamos a hacer?. —pregunta Adán.
—¿Hacer con qué?
—Pues con nuestra relación, son ya tres años.
—Seguir como estamos, es una maravilla. Cada uno con su vida y de vez en cuando, una de nuestras escapadas —dice Eva
—Yo creo que voy a separarme. Mi matrimonio es una cárcel. No sé a donde voy, pero sé donde no quiero estar.
Se quedan callados un momento. Ambos están con la mirada en otro sitio.
—No voy a dejar a mi marido —respondió con otro tono de voz—. En mi matrimonio tengo libertad para hacer muchas cosas. No tengo que dar explicaciones a nadie y me va bien. Soy feliz así.
—Vaya. Yo llevaré mal el alejamiento de los niños. Tendré un convenio regulador que me permitirá verlos cada quince días. Y eso es, casi, casi dejarlo sin padre. No deseo que sufran el desapego que yo experimenté. Eva, ¿qué es para ti la felicidad?.
—No lo sé, la verdad. Únicamente sé que es algo que siempre va delante de nosotros y que nunca lo alcanzamos —dijo con un hilo de voz.
—Pensé que podría ser parte de lo que se consigue con la infidelidad, pero no. Esa felicidad es efímera. Además, se puede provocar mucho daño a las personas que nos han dado muchas cosas que nos han hecho felices —dijo entre suspiros—. Yo quiero vivir en paz conmigo mismo. Aunque me suponga vivir en la soledad. Llámame si algún día me necesitas para algo…
***
Lucía y Eva se criaron en un barrio obrero del extrarradio de la ciudad. Sus familias son gente humilde. El padre de Lucia siempre trabajó en una fábrica de cervezas y la madre, que aún vive, se dedicó a trabajar en la administración. Eva es adoptada, su familia de adopción se ha dedicado a trabajar en un bar que está en el centro de la ciudad. Su vida está llena de estridencias y de conflictos relacionales. Lucía es funcionaria, recién divorciada, y Eva, jefa de recursos humanos de la sede en España de una multinacional francesa, está casada.
Lucia recoge a Eva frente a su casa. Son las trece horas y veinte minutos de un viernes veinte de junio . Hace meses que no se ven y este fin de semana, por fin, se van a la playa. Lucía tiene un apartamento en Conil. Se acaba de separar Nacho, y se lo ha quedado en propiedad, entre otras muchas cosas.
—Buenas tardes, joven. ¿Cómo estás?, guapísima —dice con euforia Lucia, al mismo tiempo que le da un abrazo y un beso.
—Bien, a tope, con ganas de vivir y olvidar —dice Eva.
—Me alegro muchísimo. Este fin de semana nos vamos a quitar las penas y a conquistar el mundo. Se acabaron los malos rollos, los maridos idiotas y las estridencias del trabajo —grita Lucía, al tiempo que golpea el volante y agita la cabeza.
—Chica, ¿qué has bebido? —dice Eva sonriendo y poniéndose las manos en la boca.
» Tengo ganas de comerme al mundo y de desconectar de la mierda de vida que llevo. A ver cuántos madrileños hay en Conil este fin de semana… se van a enterar de lo que somos nosotras: ¡el duo del polígono…! —grita Eva.
—Dios, cuántas ganas tenía de foguearme y vivir un poco en la luz de las playas de Cádiz.
—No nos vemos desde el fin de semana en que conocí a Carlos, el cantante del grupo que tocaba en la sala “La rebotica”. Vaya una noche loca. Qué tiempos por dios. Y mi marido sin enterarse de nada… Qué pobres son algunos hombres… Ay, qué lástima —dice Eva con hastío.
—Bueno, la vida pone a cada uno en su lugar. Mira el mío, ya ha recibido su sentencia por ambicioso, chulo y cabrón. Ya ves como se ha quedado, el pobre desgraciado. Tanto dinero, tanta empresa y lujo, y al final no saben valorar lo que tienen. Yo estoy encantada de mi divorcio. Si antes tenía libertad, ahora soy la “libertad”. Y tú, ¿cuándo te vas a divorciar? —dice Lucía.
—Nunca. A mí no me hace falta. El mío no se entera de nada. Además, tengo un amante muy guapo e intelectual, un abogado de prestigio y con empresa en el sector turístico. Un hombre casado, con hijos, y muy cobarde. Eso es un buen amante, y lo demás son tonterías. No da ruido. Y cuando me canse de él…aire fresco.
—Uy, uy. Veo que tienes muchas cosas que contarme —dice Lucía.
—Sí. Los hombres…, hay que ver como son. Solo valen para un ratito y el resto de la vida se arrastran como gusanos por un maldito polvo. Por eso, por eso, tía, son capaces de vender su alma al diablo. Lo sabré yo —dice Eva haciendo un chasquido con los dedos…
En el camino, una vez que han pasado la ciudad de Jerez, en dirección a Chiclana, un atasco en la entrada a la autovía A4 en dirección a Cádiz, llevan tanto tiempo en él, como en el resto del trayecto. Es tiempo de comer. Se salen en el desvío para Chiclana. Paran en el primer bar de carretera que ven. La comida tarda, el bar está repleto, y retoman la conversación que traían en el camino.
—Realmente, la vida, en general, y las relaciones, en particular, son una constante lucha de poder y de gestión de las emociones. Todo es muy complejo —dice Lucía.
—Sí. Pero hay que ser prácticos y egoístas. Nadie regala nada. Todo es un pacto de intercambios de cosas y necesidades. Doy para que me des y das para que te den —dice con una media sonrisa y haciendo un gesto con la mirada al techo—. Siempre subyace un interés. No hay más. Es sencillo, aunque a veces no nos damos cuenta —comenta Eva con una voz más tranquila y pausada.
Le sirven la comida, pagan y se dirigen al coche. Hace bastante calor y el levante empieza a soplar. Lucía arranca el coche y cuando se disponen a salir del aparcamiento, se para de forma repentina y salta una luz de avería: “temperatura excesiva” y se detiene el motor.
—Joder, me extrañaba a mí que no me jodieran el fin de semana. A ver dónde están los papeles del seguro —grita Lucía.
—Tranquila. Estarán en la guantera —susurra Eva.
—No, no están. Ayer limpiaron el coche, seguro que no lo han vuelto a poner —eso en el mejor de los casos. No me fío del cabrón de mi ex. Es capaz de no haber renovado el seguro. Este coche siempre lo uso yo.
—¿En serio, sería capaz de hacer eso?.
—Ni lo dudes.
Mientras esperan la grúa para que lleve el coche a un taller, continuaron con la charla. Están sentadas en la terraza del bar. El calor era casi insoportable.
—Qué mala suerte, con el coche —susurra Eva.
—Bueno, no tenemos prisas. Menos mal que tenía los datos del seguro en mi correo. La grúa no debe tardar, me han dicho que unos treinta minutos. Espero que el coche lo puedan arreglar en el fin de semana. Y si no, a ver cómo nos volvemos.
—No hay que preocuparse en exceso. Lo importante es conseguir disfrutar de nuestro fin de semana y que nos olvidemos de nuestra permanente lucha por la felicidad. Y a mí, de terapia para olvidar mi fracasado matrimonio.
Ha pasado más de una hora y la grúa no llega. Vuelven a llamar y le indican que ha tenido un pequeño accidente y le enviaran otra lo antes posible. Son las siete de la tarde y no llega. Lucia vuelve a llamar sin resultado. El tráfico de coches y gente buscando la costa, no cesa. Vuelven a hablar con el dueño del bar y le piden que, por favor, las lleven a Conil. Volvió a regarse.
—Señora, tengo el bar repleto. Es imposible.
Se vuelven a sentar en la terraza.
—Volviendo a la conversación —dice Eva—, qué complicada es la convivencia y más dentro del matrimonio.
—Sí, creo que las relaciones son un pacto que tiene difícil solución. Yo, por eso, por evitar complicaciones, he disuelto mi matrimonio. Ahora tengo la libertad de un pájaro —dice Lucía. Prefiero no fingir. Si hay que disolver el matrimonio se disuelve. No soy capaz de hacer lo que tú haces y que conste, te respeto. Sería incapaz de tener marido y amante. ¿Tú no piensas que ellos agradecerían saber tus planes?.
—Sí, tal vez, pero me da igual. Yo soy lo relevante para mí —dice Eva con un gesto de seriedad.
Por fin aparece la grúa. Ambas amigas se suben a la cabina y emprenden la marcha hacía Conil. En el trayecto siguen hablando del mismo asunto, Lucía dice:
—Pero, si estás enamorada de tu amante, ¿no te gustaría convivir con él y disfrutar de todo su ser?.
—No. Es una persona sensible, detallista y muy atento. Él es fenomenal, inteligente, pero eso puede convertirse en una enorme carga que no estoy dispuesta a soportar. Prefiero quedar con él para follar y hasta luego. Supongo que él también está interesado en lo mismo.
—¿Se lo has preguntado?. Por cierto, si puedes decirme, ¿lo conozco?.
—No le he preguntado, ni lo haré. No voy a cambiar mis planes. Es lo que hay —dice Eva sin gesticular. Supongo que si lo conoces. Es uno de los socios de Nacho en la empresa de turismo, el que es abogado.
—¿En serio?, ¿socio de mi exmarido? Dios.
Finalmente, llegan al apartamento pasadas las ocho y media de la tarde. Ambas llevan maletas de mano y están ansiosas por entrar. Eva, con movimientos rápidos y desesperados, busca las llaves en su bolso.
—Las llaves… por Dios, no me lo puedo creer. Las llaves están en el coche… maldición. ¿Qué vamos a hacer? —exclama Lucía.
—Tranquila. Vamos a pensar con calma. Podemos llamar al servicio de grúa y verificar si el conductor es del pueblo, o podemos contactar al taller. Si no hay forma de recuperar las llaves, llamaremos a un cerrajero —responde Eva con calma.
Las dos amigas pasan más de dos horas esperando hasta que finalmente llega un joven en motocicleta en representación del taller que le trae las llaves. Una vez listas para salir, bromean con lo sucedido. Bajan al centro y cenan en el restaurante La Fontanilla. Todo funciona y ya han olvidado lo sucedido en la tarde.
—Eva, ¿qué es para ti la felicidad?.
—Pues es complicado. Mi felicidad no depende siempre de tener lo que en cada momento quiero. A veces, soy feliz sin tener lo que quiero. Y a veces, infeliz a pesar de tenerlo todo. “Si no hay café, tampoco quiero chocolate”, decía mi abuela para definir los momento de amargura sin remedio.
—Entiendo. A veces, buscamos la felicidad en lugares equivocados, pensando que está en manos de otras personas o en circunstancias externas. Pero la verdadera felicidad no depende de los demás, sino de nosotros mismos. Está en encontrar la paz interior, la aceptación de quienes somos y la capacidad de disfrutar de los pequeños momentos de la vida —dice Lucía.
—Es cierto, Lucía, que muchas veces caemos en la trampa de considerar que la felicidad se encuentra en la conquista de deseos materiales, en las emociones efímeras o en relaciones fugaces. Pero, al final, nos damos cuenta de que esa búsqueda nos deja vacíos e insatisfechos.
—¿Y la infidelidad?
Eva suspira y responde:
—La infidelidad puede ser un intento desesperado, de llenar un vacío emocional, de buscar emociones intensas y sentirnos deseados. Pero en última instancia, es una ilusión temporal. La verdadera felicidad no se encuentra en engañar a los demás ni en vivir una doble vida, lo sé. Es cierto que está en la honestidad con nosotros mismos, solo en nosotros mismos, y con los demás. Pienso que también puede ser un intento desesperado de buscar la felicidad.
—Cada persona busca su propia definición de felicidad.
—Exacto. Para unas, como yo, es tener libertad y disfrutar del momento sin ataduras sentimentales. Para otros, puede ser tener una relación estable y profunda con alguien que los complemente —dice Eva.
—El límite, creo, está en el mucho dolor y daño que se puede causar. A mí no me gustaría recibir esos golpes. Supongo que es importante ser consciente de las consecuencias de nuestras acciones —opina Lucía.
El resto del fin de semana transcurre con total tranquilidad, sin ningún contratiempo, sin ninguna conquista amorosa, con mucha luz y mucha conversación. Con eternas confidencias. El coche no estuvo arreglado hasta el lunes.